domingo, 26 de noviembre de 2017

ICH KENNE NUR DEUTSCHE: guerra y exilio en el II Reich

Representación alegórica de Alemania armada en defensa de la patria.
En el verano de 1914, en plena efervescencia nacionalista, los grandes y pequeños estados europeos marcharon a la guerra para defender su patria contra el enemigo. Cuatro años más tarde y millones de muertos después, los grandes imperios seculares europeos habían sido completamente barridos. Si el contexto de la Revolución Rusa y la dramática abdicación, cautiverio y asesinato del zar Nicolás II son de sobra conocidos, mucho menos se ha escrito sobre el hundimiento de Alemania, Austria-Hungría y el Imperio otomano, en este orden.

En el caso alemán, la bibliografía en español se ha enfocado sobretodo a cuestiones militares mientras que el análisis de las cuestiones más políticas o incluso más biográficas es prácticamente inexistente. No creo que haya mejor momento que ahora, el centenario de la Primera Guerra Mundial, para dedicar un post a los aspectos más internos y menos conocidos de la Alemania de la época.

EL SEÑOR DE LA GUERRA

La Constitución del Imperio alemán de 1871 establecía que el Emperador alemán era en tiempos de guerra el “jefe supremo del ejército”. No obstante, ya desde inicios de la guerra quedó demostrado que esto era pura retórica. A pesar de la estrecha relación entre el Káiser y el Ejército, al que consideraba uno de los pilares del país, y de lo cómodo que se sentía rodeado de un ambiente castrense (todo ello muy común en las monarquías de la época), el soberano ignoraba cuestiones básicas sobre el día a día del ejército y sobre estrategia. Asimismo, como sus intervenciones en este campo solían ser disruptivas, sus generales le comunicaban solo lo justo y necesario. Al parecer, incluso Alfred von Schlieffen le había ocultado el famoso Plan Schlieffen (el plan de guerra alemán), ya que temía que el soberano constituyera, dada su propensión a hablar más de la cuenta, una brecha de seguridad.
La afición del káiser Wilhelm II por los uniformes y las poses teatrales fue admirada y caricaturizada a partes iguales.

Con el estallido de la guerra, que Wilhelm II había aceptado con reluctancia, el soberano delegó las cuestiones militares en sus generales, convirtiéndose en un “jefe supremo del ejército” solo en nombre. Sin embargo, siguió siendo un centro de poder importante pues, al fin y al cabo, era él quien seguía aprobando los nombramientos de “sus” generales.
El Káiser y la familia imperial aclamados en el balcón del Stadtschloss de Berlín al inicio de la guerra. Escenas idénticas se vieron en Londres y en San Petersburgo.

Ya desde el verano de 1914, el Káiser había dado muestras de un agotamiento nervioso, que se acentuaría a medida que avanzaba la guerra. Al principio, insistió en establecer el Cuartel General del Estado Mayor en el castillo de su amigo el príncipe de Pless en Silesia y con frecuencia pasaba más tiempo allí que en Berlín. Su canciller, Theovald von Bethmann-Hollweg, se quejaba que el soberano llenaba las cartas con cuestiones triviales, como por ejemplo la decoración de los baños en dicho castillo. El alejamiento de Berlín, centro político del Imperio, tuvo serias consecuencias para el reinado de Wilhelm II, pues lo alejó de la toma de decisiones y de la realidad política y social del país, cosa parecida le ocurrió al zar Nicolás II. No deja de ser curioso que el soberano, que tan atento había estado antes de la guerra a la opinión pública y que tanto había cuidado sus apariciones públicas, se recluyera ahora en el Cuartel General, donde se pasaba el día sin hacer gran cosa, siendo informado del estado de la guerra por sus generales. La explicación seguramente estaría en el propio carácter del monarca, que con frecuencia oscilaba entre periodos de gran euforia y otros de decaimiento, el estallido del conflicto parece que agravó una depresión que ya venía padeciendo desde el Escándalo del Daily Mail en 1908.

DÚO DE GENERALES

El progresivo decaimiento del poder y de la popularidad del soberano fue paralelo y estuvo ligado al ascenso de otra importante figura, la del general Paul von Hindenburg. Este había saltado a la fama a finales de agosto de 1914 cuando, durante la Batalla de Tannenberg, había derrotado a dos ejércitos rusos muy superiores en número que habían invadido la Prusia Oriental. Tras dicha victoria, se le colgó el epíteto de “héroe” y por toda Alemania aparecieron estatuas de madera suyas en las plazas de pueblos y ciudades. Hindenburg se convertiría en la figura alemana más popular de la guerra y muchos lo verían como un auténtico líder y modelo a seguir en esos momentos de zozobra.  El general poseía además un aspecto imponente, a sus 66 años era un hombre alto y robusto, con un gran mostacho alemán y un característico tupé rectangular. Asimismo, al contrario que Wilhelm II, Hindenburg se dejaba ver en público con frecuencia y concedía entrevistas con facilidad. En cierto modo representaba esa fuerza primigenia de la “nación teutona” y las comparaciones con Bismark no tardaron en aparecer. La popularidad de Hindenburg sería una importante baza que él mismo no tardaría en explotar.
Hindenburg y Ludendorf en la Batalla de Tannenberg, según el pintor Hugo Vogel.

Desde el inicio de la guerra, el Jefe del Estado Mayor había sido el célebre general Helmuth von Moltke el Joven, sin embargo, tras de derrota de la Batalla del Marne, éste se retiró por problemas de salud. Fue substituido por Erich von Falkenhayn que consideraba que la guerra debía ganarse en el Frente Occidental, el franco-belga, y que más tarde ya habría tiempo de pactar una paz con Rusia. Dicha estrategia era frontalmente rechazada por Hindenburg, el héroe del Frente Oriental, y por su segundo al mando, el general Erich Ludendorff. Ambos pronto iniciaron una campaña anti-Falkenhayn que logró reclutar a personajes influyentes como el canciller Bethmann-Hollweg y a miembros de la familia imperial, como la emperatriz Auguste Viktoria y el príncipe Joachim, esposa e hijo del Káiser respectivamente. El soberano se mantuvo en sus trece a pesar de las repetidas amenazas de dimisión de Hindenburg. No obstante, tras la clamorosa derrota en la batalla de Verdún, que Falkenhayn había proyectado como su obra maestra, éste perdió el favor del emperador.

En agosto de 1916, Hindenburg se convirtió en Jefe del Estado Mayor alemán, su poder, desde entonces, no pararía de crecer, cosa que ha llevado a algunos historiadores a hablar de un “dictadura militar”, expresión un tanto exagerada, sin bien es cierto que se convertiría en la persona más poderosa del país.
Hindenburg, el Káiser y Ludendorff en el castillo de Pless (antes Alemania, ahora Pszczyna en Polonia).

La misma sala, "el Salón del Emperador", primorosamente conservaba en la actualidad.

LOS SUBMARINOS

Uno de los temas más polémicos política y militarmente durante toda la guerra en Alemania fue la llamada “Guerra submarina a ultranza” (GSU, en alemán Uneingeschränkte U-Boot-Krieg). Para hacer frente al bloqueo naval británico, el Almirantazgo alemán puso en marcha lo que consideró un arma de guerra definitiva: los U-boats (submarinos), con una tecnología muy superior a la que tenían los Aliados. Sin embargo, el derecho internacional y la Convención de la Haya regulaban solo los combates en superficie, nada se había estipulado aun sobre la guerra submarina. ¿Debía avisar un submarino a un barco antes de torpedearlo? ¿Era lícito bombardear a barcos neutrales si estos transitaban por una zona de guerra? ¿Y si dichos barcos llevaban material de contrabando? ¿Qué ocurría con los pasajeros de países neutrales que viajaban en barcos enemigos? ¿Qué certeza tenían los capitanes de los U-boat de identificar correctamente un barco?

Todas estas preguntas tendrían respuesta de forma trágica y brusca el 7 de mayo de 1915, cuando el U-boat U-20 hundió al trasatlántico Lusitania, muriendo como consecuencia más de mil personas. El hundimiento de Lusitania causó un amplio impacto en la opinión pública internacional que los Aliados aprovecharon para convertir en un ejemplo de la “barbarie teutona”. Solo años más tarde se demostraría que el buque cargaba en sus bodegas con armamento de contrabando.
El torpedeo del Lusitania, según el ilustrador Ken Marschall.

El hundimiento del Lusitania, según el ilustrador Ken Marschall.

En Alemania, el hundimiento causó también una profunda indignación y el Káiser ordenó, con el apoyo de su canciller, que se paralizara la “Guerra submarina a ultranza”. Además de la preocupación porque Estados Unidos entrara en la guerra, al emperador también le atormentaba la idea de imaginar mujeres y niños inocentes ahogándose en el mar.

El almirante Alfred von Tirpitz, principal promotor de la GSU, amenazó entonces con dimitir, pero el Káiser se mantuvo firme. Tirpitz, con el apoyo incondicional de Hindenburg y Ludendorff, presentaría su dimisión en dos ocasiones más, la última fue aceptada.

El emperador y el canciller mantuvieron su veto a la GSU hasta inicios de 1917. Por aquel entonces, el bloqueo naval británico empezaba a hacer estragos entre la población alemana, las primeras hambrunas serias se empezaban a notar. Asimismo, en el Reichstag (el Parlamento Imperial) varios partidos se unieron para formar un bloque pro-GSU. El Partido Conservador (derecha), el Nacional Liberal (centro-derecha) y el Zentrum (centro católico) amenazaron con retirar el apoyo al gobierno del canciller Bethmann-Hollweg si no se re-emprendía la GSU. Por otro lado, el Almirantazgo había elevado la producción de U-boats y prometía que en caso que Estados Unidos entrara en la guerra, ellos serian capaces de torpedear tantos barcos que ningún soldado americano jamás llegaría pisar Europa. El 31 de enero, el Káiser cedió y autorizó de nuevo la “Guerra submarina a ultranza”. El 6 de abril, Estados Unidos declaró la guerra a Alemania.

La campaña de guerra submarina constituyó uno de los mayores fracasos militares y también políticos alemanes, que no supo o no pudo contrarrestar la propaganda Aliada. Del mismo modo, contribuyó a erosionar el poder civil (el Káiser y el canciller) frente al militar (Hindenburg, Ludendorff y el Almirantazgo).
Póster de propaganda aliado: el Káiser representado como un pirata ahogando a niños en el mar.

TENSIÓN EN EL REICHSTAG

Cuando la guerra estalló en agosto de 1914, el Káiser se dirigió al Reichstag con una famosa frase, “Ahora no veo partidos, solo veo alemanes”. Todos los partidos políticos se adhirieron a la llamada Burgfrieden (una tregua política mientras durara la guerra) y se comprometieron aprobar los presupuestos militares.
Póster de propaganda alemán: "Así es como serán las tierras alemanas si los franceses llegan al Rin".
Curiosamente esto se haría realidad décadas despues, pero no por obra de la artillería francesa, sino por los bombardeos aéreos anglo-americanos.

Durante los primeros años de la guerra, el apoyo multipartido al gobierno del canciller Bethmann-Hollweg se mantuvo sin fisuras. Pero en la primavera de 1917, como consecuencia de la Revolución Rusa, dicho apoyo empezó a deteriorarse. Tuvieron lugar las primeras huelgas masivas desde el inicio de la guerra y, en el Reichstag, los partidos de centro e izquierda empezaron a reclamar una paz sin anexiones, ni vencedores, ni vencidos y una mayor democratización del Imperio, sobretodo del Parlamento Prusiano, que se elegía en función de las clases sociales.

Frente a esta tesitura, el canciller aconsejó al Káiser que anunciara, en su “Discurso de Pascua”, que la reforma electoral se produciría tras la guerra, cosa que fue considerada insuficiente por una mayoría del Reichstag.

Asimismo, en julio de 1917, el Reichstag aprobó la llamada Friedensresolution (una propuesta de paz sin anexiones ni indemnizaciones) con el apoyo del Partido Socialdemócrata (izquierda), del Partido Popular Progresista (centro-izquierda) y del partido Zentrum (centro católico). La resolución fue ignorada tanto por el Estado Mayor alemán como por los Aliados.

Inquietos ante tales sucesos, Hindenburg y Ludendorff amenazaron una vez más al Káiser con dimitir si no se frenaban tales acciones en el parlamento y si Bethmann-Hollweg no era cesado. El emperador no cedió, pero finalmente en julio, Bethmann-Hollweg, que ya no gozaba del apoyo del Reichstag y no quería enfrentar al Káiser con sus generales, dimitió. Tras saberlo, Wilhelm II exclamó “Pronto me tocará abdicar a mi”.

El nuevo canciller fue Georg Michaelis, era la primera vez que el canciller del Imperio no era conocido del Káiser ni tenía relación alguna con la corte. Michaelis, hábil administrador fue substituido poco después por el conservado conde Von Hertling. Ambos gozaron del apoyo y la aprobación de Hindenburg y Lundendorff. El Káiser, por su parte, había perdido la mayor parte de su poder político, pues era él el que solía elegir el canciller como premio por una brillante carrera en la administración.

UN AÑO EN SPA

En febrero de 1917, tras la estabilización del Frente Oriental, el Estado Mayor alemán decidió trasladar  su cuartel general desde Pless, en Silesia, hasta la otra punta de Alemania, la ciudad balnearia de Bad Kreuznach, cerca de Coblenza. Hindenburg esperaba concentrarse más en el Frente Occidental ahora que se sospechaba que Estados Unidos entraría en la guerra.

Apenas un año después, con el fin de preparar la Ofensiva de Primavera, el cuartel general se trasladó más cerca del frente, a la ciudad belga de Spa (sí, de esta ciudad viene la palabra más chic que hoy usamos como sinónimo de balneario). La ciudad había sido ocupada por los alemanes en agosto de 1914 y su cantidad de establecimientos hoteleros y sus aguas de reputada salud pronto la convirtieron en un importante centro de convalecencia para las tropas. Ese mismo año, un gran hospital militar fue instalado en el antiguo casino. El 8 de marzo de 1918, la ciudad, apta para alojar a una gran cantidad de gente, se convirtió en la nueva sede del Estado Mayor, los generales Hindenburg y Ludendorff llegaron acompañados de 800 oficiales, 3000 hombres y 800 caballos.

El cuartel general se instaló en el Hôtel Britannique y varias villas en el cercano pueblo de Nivezé fueron requisadas para alojar a los altos mandos. Hindenburg residió en la Villa Sous-Bois, Ludendorff en la cercana Villa Hill Cottage y el canciller Von Herting en el Château de Crawhez. Para el Káiser y su séquito se reservaron cinco propiedades de la riquísima familia Peltzer. En un principio el emperador residió en la Villa la Fraineuse para luego trasladarse al cercano Château de Neubois. A la mayoría de estas residencias se les añadió un búnker en el sótano.
El Château de Neubois en Spa, residencia atribuida al emperador Wilhelm II.
(http://www.clham.org/t-3-fasc-5-spa)

El Káiser departiendo en el porche del chàteau.

El búnker del general Hindenburg en la Villa Sous-Bois, con el mobiliario proveniente del boudoir de la dueña de la casa.

El Káiser pasó mucho tiempo en Spa, pero como ya ocurrió en los anteriores cuarteles generales, no tenía mucho que hacer. El emperador era informado (más o menos fidedignamente) del estado de la guerra por la tarde, pero el resto del día lo pasaba paseando por el bosque, caminando alrededor del lago Warfaz y cortando leña. Un enviado austríaco afirmó que el Káiser parecía “un prisionero de sus generales” y que vivía en un ambiente claustrofóbico y aislado, sin que apenas le llegaran noticias sobre la realidad del frente.

Sin embargo, con frecuencia, el Káiser también recibía invitados, como los enviados del sultán otomano, del zar Ferdinand de Bulgaria, de la nueva Ucrania o de los nuevos Estados Bálticos. La vajilla de plata maciza de Friedrich II el Grande había sido traída desde Berlín para tales ocasiones. La visita más importante, no obstante, fue la del emperador Karl I de Austria-Hungría que vino en dos ocasiones, la última (en agosto) después de que el Káiser se enterara que el emperador austríaco estaba intentado negociar una paz separada.

LA REFORMA DE LA CONSTITUCIÓN

La irreal atmósfera de Spa dio un brusco giro en setiembre de 1918. El día 15, Bulgaria firmó su rendición incondicional, era el primero de los Imperios Centrales en ser derrotado. Días después, Lundendorff informó a Wilhelm II que la Ofensiva de Primavera había sido un completo fracaso y que el frente estaba a punto de colapsarse.

Con tal de evitar la humillación de tener que firmar un armisticio, Hindenburg y Ludendorff sugirieron que fuera el Reichstag el que iniciara las conversaciones de paz y aceptara los “Catorce Puntos” del presidente americano Woodrow Wilson (evacuación de los territorios ocupados, libertad de comercio y navegación, autodeterminación de los pueblos, etc.). Además, una mayor parlamentarización del país y un gobierno formado por diputados y no por favoritos imperiales haría que el Armisticio fuera más difícil de rechazar por los Aliados.

El canciller Von Hertling se negó a aceptar tales condiciones y dimitió, el Káiser decidió nombrar como canciller a su primo segundo, el príncipe Max von Baden, de tendencia liberal.

El nuevo y último canciller del Imperio alemán, se encontró, sin embargo en una posición muy difícil, ya que tenía que hacer frente al mismo tiempo a la intransigencia del Estado Mayor, que era como un segundo gobierno, y a la creciente violencia de partidos de extrema izquierda. Asimismo, el tono de las exigencias del presidente Wilson aumentaba poco a poco y ahora pedía “la destrucción de cualquier poder arbitrario que pueda poner en peligro la paz del mundo”. Esto no tardó en interpretarse como una velada petición para que el Káiser, a quienes lo Aliados consideraban el culpable de la guerra, abdicara.
El Káiser representado en la propaganda aliada como un maníaco sanguinario que deseaba comerse el mundo.

Propaganda aliada: la Muerte ofreciendo al Káiser miles de muertos en su honor para su cumpleaños (enero 1915).

El 28 de octubre, el príncipe Max von Baden logró aprobar una enmienda en la Constitución que recortaba considerablemente los poderes del Káiser y aumentaba los del Reichstag. La monarquía constitucional se convertía en monarquía parlamentaria.

Un día después, Hindenburg y Ludendorff cambiaron de opinión y decidieron seguir con la guerra, costara lo que costara. El Káiser tomó entonces la decisión política más importante desde el estallido del conflicto, anunciaba el cese de Ludendorff ante sus continuas interferencias, este huyó inmediatamente a Suecia disfrazado y con papeles falsos. Hindenburg, por su parte, fue mantenido en el cargo dada su popularidad. El soberano exclamó: “Por fin se ha terminado la operación, he separado a los siameses”.

Ese mismo día, en medio de cada vez más peticiones de abdicación, Wilhelm II abandonó Berlín rumbo a Spa, sería su peor decisión. Jamás volvería a pisar la capital. Su estancia en el Cuartel General no solo le alejaría del centro de decisiones políticas sino que también asociaría su figura al fracaso de las operaciones militares.

EL COLAPSO

La misma noche que el Káiser abandonaba la capital, se producía en la base naval de Wilhelmshaven un motín contra las órdenes del Almirantazgo de prepararse para salir a luchar a alta mar. Los marineros consideraban que estando negociándose un armisticio era un sacrificio inútil. Al día siguiente, el 30, el motín se había extendido a la base naval de Kiel. En una semana, el motín se había convertido en una revuelta popular de marineros y trabajadores. Aunque finalmente la revuelta fue sofocada, por aquel entonces, la noticia ya se había extendido a las principales ciudades alemanas.

La tensa calma de Spa sufrió un serio revés el día 3 de noviembre, con la noticia que Austria-Hungría (que se había desintegrado rápidamente durante el mes de octubre) acababa de firmar un armisticio por separado. Fue la última acción tomada por el gobierno imperial austro-húngaro antes de su disolución.

El día 7, hubo revueltas y “asambleas de trabajadores” en la mayoría de las ciudades alemanas. El rey Ludwig III de Baviera tuvo que abandonar Múnich después de que la “república libre de Baviera” hubiera sido proclamada. Al anochecer, llegaron a Spa los representantes del Reichstag que tenían que firmar el Armisticio con los Aliados. Estaban liderados por el diputado centrista Matthias Erzberger, el mismo que en verano de 1917 había propuesto la “Resolución de Paz del Reichstag”. Partieron poco después en cinco coches rumbo al frente.

El día 8, viernes, mientras serios disturbios ocurrían en Berlín, el canciller Max von Baden llamó insistentemente a Spa para pedir al Káiser que abdicara, solo así, decía, podría salvarse la monarquía. Su aliado parlamentario, Friedrich Ebert, líder del Partido Socialdemócrata (SPD), esperaba conservar la monarquía e impulsar reformas, pero quería evitar a toda costa una revolución socialista. Wilhelm II, por su parte, confiaba en ganar tiempo y, una vez firmado el Armisticio, usar el ejército para frenar la revolución. Sus generales le hicieron ver que eso era una quimera. Curiosamente el gobierno alemán haría eso mismo apenas medio año después. El Káiser empezó a barajar entonces la idea de abdicar como “Emperador alemán” pero mantenerse como “Rey de Prusia”.
La Fraineuse

El día 9 de noviembre, sábado, por la mañana, Hindenburg se reunió con sus oficiales para sondear la fidelidad de los soldados, a las diez partió hacía la Villa La Fraineuse para hablar con el emperador. Aconsejó abdicación inmediata. El Káiser decidió esperar a más informes de los militares y a la opinión de su hijo, el kronprinz (príncipe heredero) Wilhelm, que llegó sobre la 12 y recomendó lo contrario, no abdicar. Los mensajes y llamadas telefónicas de Berlín eran cada vez más insistentes. A la una y quince llegó un telegrama del príncipe Max von Baden: “ruego a Su Majestad que abdique para salvarnos de un situación desesperada”. El Káiser se convenció y redactó una abdicación como emperador, acto seguido fue a almorzar con su hijo el kronprinz. A las dos y quince, mientras los generales acababan de redactar el comunicado oficial, llegó una notificación que el príncipe Max von Baden ya había anunciado la abdicación de Wilhelm II sin esperar la confirmación oficial. Pero no solo lo había "abdicado" como emperador alemán, sino que también había anunciado su abdicación  como rey de Prusia y la renuncia de su hijo al trono.

“¡¡¿Así es como me sirve mi canciller?!!” exclamó furioso el emperador.

Una vez más, hubo debate sobre qué hacer, sobre si las tropas serían leales o no, sobre si Wilhelm II seguía siendo aún rey de Prusia, etc. Las noticias seguían siendo alarmantes, desde Berlín se informó que el príncipe Max von Baden había resignado, que el socialdemócrata Scheidemann había proclamado la “república alemana” y que horas más tarde el comunista Liebknecht, por su parte, había anunciado la creación de la “república socialista libre” desde el balcón del mismísimo Stadtschloss.
Karl Liebknecht proclamando la "república socialista libre" desde el balcón del Stadtschloss de Berlín.

EL EXILIO

En Spa, en el Hôtel Britannique, Hindenburg y los generales se reunieron ahora para hablar ya directamente del exilio del Káiser, que fue informado que ni siquiera la guarnición de Spa era de fiar. Él, por su parte, afirmó que “no permitiré que me arresten”, le aterrorizaba acabar como Nicolás II. Los Países Bajos fueron seleccionados como el exilio más lógico.

Pasadas las 7 y media de la tarde, el emperador abandonó el Château de Neubois y se instaló en su “tren imperial” parado en la estación de Spa. Allí cenó y conversó una vez más sobre un posible retorno, volvió a dudar sobre si partir al exilio o no. Más malas noticias fueron llegando: el rey de Wurttenberg, el gran duque de Hesse (hermano de la zarina Aleksandra) y el gran duque de Weimar también se habían visto forzados a abdicar.

Finalmente, pasadas las cuatro de la madrugada, el Káiser se decidió a partir y el tren imperial abandonó la estación de Spa. El emperador decía adiós para siempre al Ejército alemán y a Hindenburg, hombre que en el fondo se había convertido en su némesis. El “jefe supremo de los ejércitos” había visto como, poco a poco, la guerra y el ejército habían acabado hundiendo la inmensa popularidad de la que gozaba antes de 1914.

Cinco kilómetros más lejos, en La Reid, el tren paró. Había rumores que tropas sublevadas y amotinados podían haber tomado la vía, todo el mundo seguramente tenía en mente la abdicación del zar Nicolás II, apenas un año antes, recluido en su tren inmovilizado. El emperador y su séquito se trasladaron a cinco coches y, la madrugada de aquel domingo 10 de noviembre, cruzaron la oscura y silenciosa campiña belga hasta llegar al puesto fronterizo holandés de Eysden, situado unos sesenta kilómetros al norte. Allí, los emperifollados miembros del séquito tuvieron que despertar a la guarnición del puesto y, sobre las ocho, el mayor Van Dyl les autorizó a cruzar la frontera y a esperar en la pequeña estación local a que se concluyera el papeleo. Durante casi seis horas, el hiperactivo Wilhelm II tuvo que esperar, andén arriba, andén abajo, a que se le concediera asilo político en Holanda. Mientras tanto, numerosos periodistas se apresuraron a tomar fotos y gravar vídeos del histórico momento. Solo horas después, cuando por fin llegó el tren imperial, el Káiser y su séquito pudieron esconderse del ojo de los curiosos.
El Káiser y su séquito esperando en la estación de Eysden, el emperador es el hombre más bajito que aparece justo en el centro del grupo.

Una vez rellenados los formularios y aceptada la petición de asilo de “Wilhelm von Hohenzollern”, se tuvo que buscar un alojamiento. Por orden de la reina Wilhelmina, el conde Bentinck puso a disposición de los asilados su castillo de Amerongen, donde llegaron en un convoy de ocho coches la tarde del día 11, en medio de una espesa niebla. Tras asegurarse que el conde no era masón, lo primero que pidió el Káiser fue un “buena taza de té caliente inglés”. Pocas horas antes, los representantes del, ahora derrocado, gobierno  imperial alemán habían firmado, en Compiègne, el Armisticio con los Aliados.
El Káiser (con aspecto demoníaco) llora mientras el mariscal Joffre (jefe del estado mayor francés) ríe.

En los siguientes días llegaron a Amerongen su esposa, la emperatriz Auguste Viktoria; su nuera, la kronprinzessin Cecilie y sus nietos, todos ellos habían vivido las turbulentas semanas de noviembre recluidos en el Neues Palais de Potsdam.

La apacible rutina que poco a poco se había establecido en Amerongen fue alterada el 28 de noviembre con la llegada de los representantes del nuevo gobierno republicano, liderados por el conde Ernst zu Rantzau. Éstos pidieron, con una exquisita educación, que el Káiser firmara la acta oficial de abdicación, un gran documento de grueso papel y con el águila imperial en la parte superior. “WILHELM”, firmó el Káiser. Desde entonces era un ciudadano alemán más viviendo en Holanda, país que jamás abandonaría.

Hindenburg, por otro lado, recibió órdenes, por parte del nuevo gobierno republicano, de organizar el progresivo repliegue del ejército. Meses después, al volver a su ciudad natal de Hannover, fue jaleado como un héroe y se le regaló una villa, para gran sorpresa de él mismo, que consideraba que había perdido "la guerra más importante de todos los tiempos".

EPÍLOGO

La pareja imperial y su entourage siguieron viviendo en Amerongen hasta que se trasladaron al nuevamente adquirido palacete de Huis Doorn en 1920. Por aquel entonces, el Káiser había alcanzado un acuerdo económico en el nuevo gobierno de la República de Weimar, que le permitió cargar veintitrés vagones con muebles, pinturas y souvenirs provenientes de las antiguas residencias imperiales. Irónicamente, la compra de Huis Doorn se financió con la venta de un palacio que el emperador poseía en la Wilhelmsstrasse de Berlín y que iba a convertirse en la nueva residencia del presidente del Reich.
Huis Doorn, en los Países Bajos.

En Huis Doorn, el ex-Káiser llevó una vida tranquila, más propia de un gentleman inglés en su casa de campo que de un soberano derrocado. Seguramente la misma vida que hubieran deseado los menos afortunados Louis XVI y Nicolás II, o incluso Karl I de Austria. Desde allí, quien antaño había sido la personificación del poder (y para algunos de la agresividad) alemana, contemplaría el duro Tratado de Versalles y el lento descenso a los infiernos de su patria. “Por primera vez, me avergüenzo de ser alemán” dijo tras la Noche de los Cristales Rotos.
El Káiser, de civil, en Huis Doorn.
El Káiser y su segunda esposa, la princesa Hermine von Reuss zu Greiz.

Falleció en 1941, con 82 años, en una Holanda ocupada por los nazis. Para evitar ser enterrado rodeado de esvásticas, el Káiser prohibió que en su funeral hubiera banderas. El destino le ahorraría tener que ver a una Alemania reducida a cenizas humeantes pocos años después.

domingo, 20 de agosto de 2017

El búnker secreto del Emperador

El 13 de octubre de 1868, los habitantes de Edo (actual Tokio) observaron un espectáculo insólito, ante sus ojos transcurría una larga sucesión de samuráis y altos cargos de la corte imperial, en el centro de la procesión un palanquín cerrado transportaba, como si de una reliquia se tratara, al emperador Meiji. Venía a tomar posesión del castillo de Edo.
El Emperador cruzando los fosos y entrando en el castillo de Edo.

Durante más de dos siglos, Japón había sigo gobernado por el shogun (el generalísimo de los ejércitos), mientras que el Emperador, viviendo recluido en el palacio imperial de Kyoto, mantenía una función simbólica. Como dios viviente que era, no podía involucrase en cosas tan mundanas como los asuntos de gobierno.

No obstante, a mediados del siglo XIX, ante el auge del imperialismo europeo, el Japón había tenido que tomar una decisión trascendental, renovarse o morir. El inefectivo gobierno del shogun había sido derrocado, y el Emperador había sido “restaurado” en el poder. Bajo el reinado del emperador Meiji, Japón pasaría de ser un estado que vivía anclado en la Edad Media a una potencia mundial.

A inicios de 1867, las tropas leales al Emperador habían tomado el Castillo de Edo, residencia del shogun Yoshinobu que, ascendido el cargo en 1866, nunca llegó a residir en él. A finales de 1868, como hemos dicho, el emperador abandonó Kyoto para establecerse en Edo, que no en vano era una de las ciudades más populosas del mundo. En ese momento Edo ("Estuario") fue renombrada Tokio (“Capital del este”).
Otra representación de la llegada del Emperador.

El castillo de Edo era en esa época un enorme complejo de edificios rodeado por altísimos muros y fosos rellenos de agua. Como todos los castillos del país había crecido de forma concéntrica y laberíntica. Había dos partes claramente diferenciadas: el Honmaru, que era la residencia del shogun y el Nishinomaru, que era la residencia del “shogun retirado”. Imitando a los emperadores, los shogunes también podían dimitir de su cargo y “retirarse”, aunque ello no significaba necesariamente perder el poder.

Pocos años antes de la caída del gobierno del shogun, el Honmaru había sido pasto de las llamas, así que el recién llegado emperador Meiji, su familia y su corte se instalaron como pudieron en el Nishinomaru, que a su vez, también quedó reducido a cenizas en 1873.

Fue entonces cuando se decidió construir un palacio completamente nuevo, terminado en 1888. El exterior seguía la arquitectura tradicional japonesa, pero el interior buscaba un mix con la decoración occidental de aire victoriano.
El Salón del Trono en el Palacio Imperial.
El Salón de Banquetes en el Palacio Imperial.

La distribución del palacio era la típica de los palacios de Oriente Lejano organizados a través de patios y pabellones. Una puerta monumental daba acceso al patio principal, al fondo del cual se situaba el pabellón más importante, el Salón del Trono. Detrás de éste, había más salas de recepciones y banquetes y más allá las estancias privadas del Emperador y su familia. Anexo a esta área privada también había el santuario que guardaba “Los Tres Tesoros Sagrados” (las joyas de la corona japonesas).

En el palacio Meiji, oficialmente llamado “el Castillo-Palacio” (Kyūjō), se desarrollaron algunos de los hechos históricos más emblemáticos del Japón moderno, como la promulgación de la primera constitución del país en febrero de 1889.
El emperador Meiji promulgando la Constitución en el Salón del Trono.
Fotografía del Salón del Trono.

El devenir del palacio siguió inalterable hasta, como es lógico suponer, el estallido de la guerra durante el reinado del emperador Showa. En este caso, no de la Segunda Guerra Mundial, sino de la guerra con la vecina República de China (la Segunda Guerra sino-japonesa).

Ante la posibilidad de un bombardeo se preparó un búnker situado en el sótano del único edificio de piedra del complejo, la sede del Ministerio de la Corte Imperial. El búnker fue terminado en 1936, al mismo tiempo que la reforma del edificio. A pesar de tener puertas blindadas de acero, este primer búnker pronto demostró ser demasiado pequeño e inadecuado para soportar bombas de gran tonelaje.
El antiguo Ministerio de la Corte Imperial construido a finales del siglo XIX.

La actual Agencia de la Casa Imperial reformada en 1936.

En 1941, se decidió construir otro edificio medio escondido en los jardines de palacio. En un principio tenía que servir para guardar la biblioteca del Emperador y los “Tres Tesoros Sagrados”, por lo que fue conocido oficialmente como la “Biblioteca de Su Majestad”.

El nuevo edificio era una estructura de hormigón plana con un techo de 3 metros de espesor capaz de soportar bombas de una tonelada. Tenía una planta baja con los aposentos del Emperador y la Emperatriz y dos plantas subterráneas.
La "Biblioteca de Su Majestad".

Plano del área del Palacio Imperial con los principales edificios descritos en el post.


Sin embargo, pronto los bombardeos sobre la capital empeoraron. En marzo de 1945, tuvo lugar el llamado Bombardeo Incendiario de Tokio, fue uno de los más mortíferos (junto con el de Dresde) de la guerra y destruyó casi una cuarta parte de la ciudad.

En mayo del mismo año, el propio palacio fue víctima de los bombardeos, quedando reducido a un montón de madera calcinada.

Ante la negativa del Emperador a abandonar la capital, fue necesario erigir otro búnker más resistente, esta vez debajo de una colina al norte de los jardines. El “Anexo a la Biblioteca de Su Majestad”, como se le llamó, era capaz de soportar bombas de 50 toneladas. Un corredor subterráneo lo comunicaba con la “Biblioteca de Su Majestad”.

El interior de la "Sala de Conferencias".

Este nuevo búnker saltaría a las páginas de la historia en agosto de 1945. Después que Japón expiara sus pecados con las dos bombas atómicas, el emperador Showa reunió al Consejo de la Corona para anunciarles su intención de iniciar conversaciones de paz con los Aliados. Impecablemente vestido con su uniforme de gala e inmaculados guantes blancos, el Emperador tuvo que secarse en varias ocasiones las lágrimas que caían mejilla abajo. La noche del 13 o 14 de agosto, en la sala de conferencias del “Anexo”, el Emperador gravó su famoso discurso “Rescripto Imperial para la Finalización de la Guerra”. El discurso tuvo que ser regrabado porque con el ruido ambiental no se oía nada.
El Emperador reunido con el Consejo de la Corona.

Recreación de la grabación del discurso en la película The Emperor in August (2015).

La noche del 14 de agosto, sin embargo, un grupo de oficiales desafectos del Ejército Imperial intentó tomar el palacio imperial y encontrar y destruir las grabaciones del discurso. El llamado “Golpe del Kyūjō” fracasó cuando los oficiales golpistas no lograron encontrar las grabaciones después de registrar un palacio a oscuras debido a los apagones. Se dice que la grabación fue escondida en un cesto de la ropa sucia o en los propios aposentos privados de la Emperatriz, en los que nadie osó entrar.

El 15 de agosto de 1945, hacia la medianoche, el discurso fue emitido por la NHK (la radio estatal japonesa), era la primera vez que el pueblo del Japón oía la voz del “dios viviente”. No obstante, dada la formalidad del discurso y el hecho que el Emperador hablaba en un japonés muy clásico, la cadena tuvo que emitir una aclaración al final del discurso para especificar que, en efecto, se trataba de una rendición incondicional.

"Yo, el Emperador, después de reflexionar profundamente sobre la situación mundial y el estado actual del Imperio japonés, he decidido adoptar como solución a la presente situación una medida extraordinaria.[…] He ordenado al Gobierno del Imperio que comunique […] la aceptación de la Declaración conjunta [de Potsdam].[…] el enemigo ha lanzado una nueva y cruel bomba, que ha matado a muchos ciudadanos inocentes y cuya capacidad de perjuicio es realmente incalculable. Por eso, si continuamos esta situación, la guerra al final no sólo supondrá la aniquilación de la nación japonesa, sino también, la destrucción total de la propia civilización humana.[…] Soy consciente de los sacrificios y sufrimientos que tendrá que soportar el Imperio […] Sin embargo, […] quiero, aun soportando lo insoportable y padeciendo lo insufrible, abrir un camino hacia la paz duradera para todas las generaciones futuras.[…] Poned en práctica, según lo he dicho, mi voluntad."

El 2 de setiembre, el Japón firmó la capitulación.

Tras la guerra, el Emperador y su familia siguieron viviendo en la “Biblioteca de Su Majestad”, asimismo, por orden imperial, “el Anexo” fue clausurado.

En los años 60, un nuevo pabellón para la familia imperial fue erigido al lado de la biblioteca, en la misma década se construyó el nuevo Palacio Imperial, destinado a recepciones.
La antigua "Biblioteca de Su Majestad" (arriba) y el nuevo pabellón (debajo), actualmente la residencia de la Emperatriz Madre.


Solo en 2015, tras más de medio siglo, el “Anexo” fue abierto y la Agencia de la Casa Imperial publicó fotos de su interior. El mundo descubrió entonces una reliquia de una de las épocas más oscuras de la historia del Japón.
Entrada al "Anexo".

La "Sala de Conferencias" donde el Emperador gravó el discurso sobre la rendición del Japón.


domingo, 16 de julio de 2017

Una amistad imposible: ¿cuándo puede venir el Emperador?

En el post anterior hablamos de las visitas que el zar Nicolás II hizo a Francia, muchos oros, oropeles y cordialidades que también implicaban, no hay que olvidarlo, una alianza militar.

Este post será un poco más bronco. ¿Habría sido posible una visita, como la que hizo el zar Nicolás II, por parte del emperador Wilhelm II de Alemania?

El 18 de enero de 1871, el Imperio Alemán fue proclamado en la Galerie des Glaces de Versalles. Se erigió un trono en el lado opuesto donde antaño Louis XIV había situado su trono de plata maciza y, en una ceremonia corta y un tanto desangelada, el rey de Prusia fue nombrado “Emperador alemán”. Los franceses nunca perdonarían esa profanación del templo de las glorias francesas. Tampoco perdonarían el Tratado de Fráncfort, que establecía las indemnizaciones que tuvieron que pagar, además de la cesión de las provincias de Alsacia y Lorena a Alemania.
La "Proclamación del Imperio alemán", pintada por Anton von Werner en 1877.
La primera de las cuatro pinturas del mismo autor que representaban este evento.

La primera versión fue pintada para la galería del Stadtschloss de Berlín.
Ni el edificio ni la pintura sobrevivieron a la guerra.

El Segundo Imperio francés había sido barrido en el verano de 1870, Napoléon III se había rendido en Sedán y dos días después de emperatriz Eugènie había huido de las Tullerías rumbo a Londres. El nuevo gobierno republicano francés emergía tambaleante de una clamorosa derrota. Las amenazas internas (la Comuna de París o el Conde Chambord) no eran comparables a la humillación que había sufrido.

El nuevo emperador alemán, Wilhelm I,  hubiera preferido la restauración de la monarquía francesa, sin embargo, Bismarck consideró que un régimen republicano sería más manejable.

La Tercera República francesa tenía prisa por hacerse respetar entre sus socios europeos, no se trataba solo de recuperar su prestigio internacional, sino de apuntalar a una república faltada de glorias. Un papel importante iban a jugar las visitas de estado. A finales del siglo XIX, las visitas se rodeaban de un pompa más que considerable: uniformes militares coloridos, bailes y cenas de gala, presentación de embajadores, ópera y ballet, fachadas iluminadas en las calles y fuegos de artificio...En otras palabras, una exhibición de las glorias nacionales.

Pero en la década inmediata a 1870, Francia iba perdiendo la guerra de visitas de estado. Algo que se interpretaba como una muestra de su aislamiento internacional. En 1873, el Sha de Persia visitó París y fue agasajado con una parada militar de 80.000 soldados. En Berlín, sin embargo, se festejó a los emperadores de Rusia y de Austria en 1872, al Sha de Persia en 1873, al Rey de Holanda en 1874 y al Rey de Suecia en 1875.
El sha Naser al-Din de Persia visitando París en 1873.
© Bibliothèque nationale de France / BNF

La debacle para la Tercera República francesa alcanzó su punto más bajo en 1883. Ese año, Alfonso XII de España realizó dos visitas, una a Berlín y otra a París. El Gobierno francés pensó que era la oportunidad perfecta para marcarse un tanto. Pero nada salió como se esperaba. En Berlín, el soberano español fue nombrado comandante honorario de los regimientos de hulanos alsacianos. En Francia, esto se tomó como una afrenta, ya que Alsacia había tenido que ser cedida a Alemania a causa de la guerra de 1870. A su llegada a París, Alfonso XII fue recibido por una multitud furiosa que lo abucheó con gritos de "A bas l'hulan!" durante todo el trayecto en carruaje desde la estación hasta la embajada.

El presidente Jules Grévy, acérrimo republicano que deseaba la consolidación del régimen, hizo lo posible por calmar los ánimos, pero el monarca español decidió partir el día siguiente. Era la primera vez que un soberano europeo visitaba París de forma oficial y el resultado había sido un auténtico desastre.

Los años 90 fueron mucho más exitosos para Francia, gracias al acercamiento con Rusia (cuyas relaciones se había enfriado con Alemania). El régimen republicano francés fue capaz de exhibir todos los fastos y la legitimación a los que aspiraba, así como de romper su aislamiento internacional. La visita de Nicolás II a París en 1896 o la de Félix Faure a San Petersburgo en 1897 fueron un auténtico triunfo. Francia había sido capaz de demostrar lo bien que podía ser recibido un “allié de la République”.

La prensa francesa describió estas visitas como si de una auténtica victoria militar contra Alemania se tratara. Ponían fin a “la puissance dictatoriale que l’Allemagne” o eran un “coup de pied a Guillaume”.

En los primeros años del siglo XX, Francia y Alemania llevaron a cabo una lucha encarnizada de visitas de estado. En 1900, Franz-Joseph de Austria visitó Berlín y el presidente francés Émile Loubet argumentó que como contrapeso sería importante que el Zar volviera a París para inaugurar el Pont Alexandre III durante la Exposición Universal. Pero el Zar no fue por temor a un atentado terrorista.

El año siguiente, sin embargo, los soberanos rusos sí que fueron a una revista naval a Danzig, invitados por el Káiser. El Gobierno francés se apresuró a invitarlos a una revista militar a Compiègne. Situaciones similares ocurrieron con Reino Unido e Italia, países con los que tanto Francia como Alemania tenían estrechas relaciones.

El caso italiano fue especialmente rocambolesco, hasta rozar lo ridículo. A pesar de ser miembro de la Triple Alianza (Alemania, Austria e Italia), Italia mantenía excelentes relaciones con Francia. En 1903, la Familia Real italiana visitó París y el gobierno alemán advirtió al ministro de asuntos exteriores italiano que esto no podía significar un aflojamiento de la Triple Alianza. El año siguiente, el presidente Loubet visitó Roma y poco después el káiser Wilhelm II viajó a Nápoles. Hubo largos debates sobre los discursos de los brindis, los franceses se quejaron porque la expresión “amistad con Francia” era demasiado vaga, hubieran preferido “alianza con Francia”. Los alemanes, por su parte, insistieron en que la Triple Alianza era la única alianza que podía ser nombrada.

Obviamente, esta rivalidad solía poner en situaciones francamente incómodas a otros gobiernos europeos. En 1905, el nuevo rey de España, Alfonso XIII, se disponía a hacer una doble visita a París y a Berlín. Los alemanes presionaron al gobierno español para que el rey no fuera a París, recordándoles la pésima acogida que Alfonso XII había tenido en 1883. Los franceses, por su parte, precisaron que la mala acogida había sido porque Alfonso XII fue antes a Berlín, por lo tanto Alfonso XIII debía evitar ir a Berlín.

Al final, Alfonso XIII visitó ambas ciudades con varios meses de separación. Solo cupo destacar un incidente, en París un anarquista lanzó una bomba sobre la calesa en la que viajaban el rey y el presidente Loubet.

Nunca hay que olvidar, cuanto contribuya la prensa de cada país en meter leña al fuego de la discordia. Cada pequeño detalle durante las visitas de estado era con frecuencia sacado de contexto y considerado un triunfo o una afrenta. Durante la Segunda Crisis de Marruecos (1911), el embajador francés en Berlín, Jules Cambon, hablaba en los siguientes términos de la prensa francesa:

"Me gustaría que esos franceses cuya profesión es crear o representar una opinión fueran capaces de refrenarse y de no jugar con fuego hablando de una guerra inevitable. No hay nada inevitable en este mundo." 

En medio de todo este ambiente enrarecido, volvemos a la pregunta inicial: ¿se habría podido desarrollar una visita del soberano alemán a París?

Cuando el nuevo emperador alemán Wilhelm II subió el trono en 1888, se esforzó sobretodo en dos cosas: la primera en recordar que Alemania siempre perseguiría la paz y el entendimiento con otras naciones y, la segunda, en hacer un extenso tour europeo para dar a conocer sus intenciones. Con el tiempo, la afición del emperador por viajar le valdría del apodo de “Reisen Kaiser” (el emperador viajero). Naturalmente, este tour inicial no incluía Francia.
El Káiser y su familia visitando Mesina, hacia 1898?

El emperador Franz Joseph I de Austria (izquierda) recibiendo al emperador Wilhelm II de Alemania (derecha) en una estación de Viena, en 1910.

El emperador alemán y el archiduque Franz Ferdinand de Austria visitando las Islas Brioni en 1912.

En 1891, sin embargo, la emperatriz madre Victoria decidió hacer una visita estrictamente privada a la capital francesa. Victoria ya había visitado en varias ocasiones París, siempre de forma privada. Como era uno de los miembros más populares de la Familia Imperial alemana, se pensó que su visita podría ser útil de cara a un acercamiento entre ambas naciones. La emperatriz madre fue afectuosamente recibida por la población parisina, pero la prensa cada vez se mostró más hostil hacia su presencia y su visita a Versalles fue considerada como una afrenta. Poco a poco, las críticas contra Victoria, que siempre se mostraba amable e interesada en la cultura francesa, fueron aumentando de tono. El embajador alemán recomendó acortar la visita por temor a incidentes graves.

Desde 1888, tres embajadores alemanes tuvieron la ardua tarea de congraciarse y calmar los ánimos del gobierno y el pueblo francés. El primero, el Conde Münster zu Derneburg era un anciano de trato afable que aspiraba a fomentar una relación pacífica entre ambos estados. El segundo, el Príncipe von Radolin fue conocido por ser un bon vivant que daba fastuosas recepciones en la embajada, con asistencia incluida de lo más granado de la aristocracia francesa. El último, el Barón von Schoen, fue descrito como un diplomático atormentado ante la titánica tarea que recaía en sus manos, el estallido de la guerra parece que le vino completamente por sorpresa.
La entrada al Hôtel de Beauharnais, la embajada alemana, presenta uno de los pocos ejemplos del goût égyptien,
muy en boga durante la época napoleónica.

Recepción en la embajada durante el Segundo Imperio.
Si Wilhelm II aspiraba a ser “el emperador de la paz”, tenía una asignatura pendiente, lograr un acercamiento con Francia. Una visita de estado podía ser un elemento clave, incluso milagroso. Veámoslo.

De 1899 a 1902, se produjo en la actual Suráfrica la Segunda Guerra de los Bóeres. Tropas británicas ocuparon las dos repúblicas independientes de Orange y Transvaal, habitadas por colonos holandeses, en las que recientemente se había descubierto oro. Los británicos incendiaron granjas y cosechas, envenenaron pozos de agua e inventaron los “campos de concentración”. En Europa, el sentimiento antibritánico creció como la espuma.

En 1903, se programó la visita oficial del soberano inglés, Edward VII, a París. La hostilidad de los franceses hacia el soberano británico era patente, fue recibido con vivas a la república y a los bóeres. Pero al final, el viaje fue un éxito. Edward VII se mostró afectuoso y amable en todo momento, hablando siempre en un perfecto francés. A su partida los franceses gritaban “Vive le Roi!”. El viaje sentó las bases de la futura Entente Cordiale.

¿No sería posible que ocurriera lo mismo con el káiser Wilhelm II?

Había un problema crucial, mientras el soberano británico era afable y tenía don de gentes, el alemán era conocido por hablar sin parar y por su tendencia a los exabruptos poco diplomáticos. Ambos se detestaban mutuamente y, según la Infanta Eulalia, “difícilmente lo disimulaban en público”. Edward VII consideraba a Wilhelm II "errático" y, a su vez, el Káiser decía que el soberano inglés era de “baja talla moral”. En el fondo, el origen de todo radicaba en la reina Victoria, que consideraba a su propio hijo un bala perdida que con frecuencia se relacionaba con personajes de dudosa reputación, como prostitutas parisinas o timadores profesionales. Al mismo tiempo alababa con frecuencia al Káiser.
El suntuoso dormitorio "estilo imperio" de la embajada que el Káiser jamás llegó a usar.
© Empire Style: The Hôtel de Beauharnais in Paris.

La exitosa visita de 1903, dejó al Káiser verde de envidia, ¿acaso no podía aspirar él a un éxito diplomático parecido? ¿Todos los monarcas europeos podían visitar París menos él? Lo que no debió saber es que el soberano británico le había “allanado” el camino advirtiendo al ministro de exteriores francés de las intenciones “dementes y malintencionadas” del soberano alemán.

A la espera de que ocurriera la eventual, pero poco probable, visita, la embajada alemana en París, situada en el Hôtel de Beauharnais, se había ido preparando. El Príncipe von Radolin, gran amante del arte, había promovido una renovación completa del edificio, y en especial de sus interiores. No deja de ser curioso que a pesar de las tormentosas relaciones entre Francia y Alemania, el Hôtel de Beauharnais sea uno de los conjuntos mejor conservados de decoración estilo Imperio de París. En una antecámara se erigió un nuevo dosel para el trono y un inmenso retrato del Káiser. La obra, pomposa y grandilocuente, buscaba imitar los grandes retratos barrocos franceses. Radolin dijo que “la mayoría de los invitados contemplaban el retrato llenos de admiración”. El general Gallifet, ministro de la armada francesa, dijo, sin embargo, que el retrato era como “un declaración de guerra”.
La sala del trono provisional en la embajada, hacia 1900.
El trono aparece vuelto hacia la pared, siguiendo la etiqueta de los prelados romanos.

El trono de la Embajada de Imperio alemán en París. Actualmente conservado en Versalles.
© Château de Versailles, Dist. RMN / © Jean-Marc Manaï

El retrato del emperador Wilhelm II pintado por Max Koner en 1904.
El retrato original (izquierda) no se conserva, en México existe otra versión del mismo (derecha).

Plantear la visita del Káiser generaba una profunda hostilidad entre la derecha más nacionalista francesa. Paul Déroulède, líder de la Ligue des Patriotes, se exclamaba en los siguientes términos:

“No, Wilhelm no vendrá a París; si lo hace le tiraremos al agua con su coche.” [Berliner Tageblatt / 27-02-1898]

Su colega, el célebre escritor Maurice Barrès lo hacía en términos parecidos:

“El emperador Wilhelm no puede venir a París sin ser lapidado. Sería deplorable que lo fuera, pero igualmente que no lo fuera. […] Cierto que el abuelo del emperador vino a París sin invitación [durante la Guerra franco-prusiana], pero este no es el caso.” [Gaulois / 28-05-1897]

En 1905, durante la Primera Crisis de Marruecos, el Príncipe von Donnesmarck, amigo personal del emperador, fue enviado a París, con un mensaje claro. Los alemanes no querían colonias en Marruecos, sólo la dimisión del ministro de exteriores Delcassé y que el Káiser fuera recibido en París y que se le otorgara la Légion d’honneur como a los otros soberanos

Sin embargo, para el gobierno francés había un elemento insalvable: Alsacia y Lorena. Ello no solo dificultaba una visita del emperador a París, sino, de hecho, el entendimiento entre ambas naciones.

En el semanario Le Soleil, un artículo resumía la cuestión en febrero de 1891:

“Se imaginan al emperador Wilhelm II cruzando, acompañado del Presidente de la República, de nuestros ministros y de nuestros generales, la Plaza de la Concordia. ¿Pasando delante de la estatua de la ciudad de Estrasburgo? [cubierta con un crespón negro desde 1870]. ¿Qué sentiría la población parisina si asistiera a un tamaño espectáculo?” [Le Soleil / 24-02-1891]

El presidente Émile Loubet iba más lejos, según él, la intención de la visita era:

“hacer que consintamos la expoliación del Tratado de Frankfurt, hacérnoslo ratificar como algo justo y definitivo.” [Combarieu - Seps ans à l'Élysée]

En la primavera de 1914, ocurrió el caso contrario. El primer ministro francés Aristide Briand se propuso visitar Berlín. Varios miembros del gobierno francés se alarmaron sobremanera. El presidente Raymond Poincaré, acérrimo nacionalista, temió que la visita se interpretara como un acercamiento a Alemania y que Rusia se pudiera sentir ofendida. El embajador francés en San Petersburgo, Maurice Paleològue, describió la situación con su característica prosa novelesca:

“Siempre es el mismo juego. El emperador colmará a M. Briand de halagos y flores, le jurará que su deseo más ardiente, su único sueño es obtener la amistad y el amor de Francia. Mostrara a los franceses y a Europa la imagen de un soberano pacifico, conciliante y magnánimo. […] En realidad, la diplomacia alemana mantendrá contra nosotros sus pérfidas maniobras, sus tácticas insolentes y sus provocaciones.” [Paleològue - Journal]

Así, en ese año crucial, el viaje de Briand fue finalmente anulado.
El "Salón azul" en las Königskammern del Stadtschloss de Berlín.
Estos aposentos, destinados a los jefes de estado extranjeros, nunca fueron utilizados por un mandatario francés.

El comedor principal en las Königskammern del Stadtschloss de Berlín.
Dichos aposentos, al igual que el castillo en sí, fueron destruidos durante los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Las ruinas fueron dinamitadas por el gobierno comunista en 1950.
© Architectura Pro Homine / Kaiser Karl

La importancia de estas visitas no debe subestimarse. En una época sin los medios de comunicación tan inmediatos y donde la diplomacia estaba en manos de reducidas élites no electas, las alianzas o el entendimiento podían cimentarse sobre exitosas visitas de estado. El hecho que el emperador alemán no llegara nunca a visitar París es sintomático de las envenenadas relaciones que mantenían ambos países.

No deja de ser curioso que, en cierto modo, el fin de la paz en Europa coincidiera con una visita de estado. A finales de julio, el presidente francés Poincaré visitó al zar Nicolás II en San Petersburgo.
El presidente Poincaré y el zar Nicolás II hablando abordo del yate imperial Standart.

Oficialmente era una visita programada hacía tiempo, los temas sobre los que discutirían también. Extraoficialmente, Poincaré esperaba convencer a los rusos de que había que tener “fermeté” contra Austria, que quería enviar un ultimátum a Serbia. A muchos miembros del séquito francés y ruso les sorprendió la ligereza con la que Poincaré y Paleològue hablaban de guerra. Del mismo modo, las grandes duquesas Militza y Anastasia de Montenegro amenizaron la visita con sus visiones proféticas sobre una Austria destruida y un Berlín ocupado. El primer ministro René Viviani, que favorecía una aproximación menos belicista, tuvo una crisis nerviosa seguida de una depresión durante el viaje.

El 4 de agosto de 1914, los franceses se levantaron con la noticia de la declaración de guerra de Alemania y la partida de su embajador. La primera página de Le Figaro acompañó la noticia con dos otras noticias sobre la “barbarie alemana” (un fusilamiento y un bombardeo). Luego demostraron ser falsas.

El embajador von Schoen había abandonado París el día anterior, sobre las diez de la noche, para evitar incidentes. Un tren especial de seis vagones había llevado a todo el personal de la embajada y del consulado hasta la frontera. Antes de partir, el embajador envió una escueta nota al primer ministro Viviani:

“Éste es el suicidio de Europa.”