domingo, 16 de julio de 2017

Una amistad imposible: ¿cuándo puede venir el Emperador?

En el post anterior hablamos de las visitas que el zar Nicolás II hizo a Francia, muchos oros, oropeles y cordialidades que también implicaban, no hay que olvidarlo, una alianza militar.

Este post será un poco más bronco. ¿Habría sido posible una visita, como la que hizo el zar Nicolás II, por parte del emperador Wilhelm II de Alemania?

El 18 de enero de 1871, el Imperio Alemán fue proclamado en la Galerie des Glaces de Versalles. Se erigió un trono en el lado opuesto donde antaño Louis XIV había situado su trono de plata maciza y, en una ceremonia corta y un tanto desangelada, el rey de Prusia fue nombrado “Emperador alemán”. Los franceses nunca perdonarían esa profanación del templo de las glorias francesas. Tampoco perdonarían el Tratado de Fráncfort, que establecía las indemnizaciones que tuvieron que pagar, además de la cesión de las provincias de Alsacia y Lorena a Alemania.
La "Proclamación del Imperio alemán", pintada por Anton von Werner en 1877.
La primera de las cuatro pinturas del mismo autor que representaban este evento.

La primera versión fue pintada para la galería del Stadtschloss de Berlín.
Ni el edificio ni la pintura sobrevivieron a la guerra.

El Segundo Imperio francés había sido barrido en el verano de 1870, Napoléon III se había rendido en Sedán y dos días después de emperatriz Eugènie había huido de las Tullerías rumbo a Londres. El nuevo gobierno republicano francés emergía tambaleante de una clamorosa derrota. Las amenazas internas (la Comuna de París o el Conde Chambord) no eran comparables a la humillación que había sufrido.

El nuevo emperador alemán, Wilhelm I,  hubiera preferido la restauración de la monarquía francesa, sin embargo, Bismarck consideró que un régimen republicano sería más manejable.

La Tercera República francesa tenía prisa por hacerse respetar entre sus socios europeos, no se trataba solo de recuperar su prestigio internacional, sino de apuntalar a una república faltada de glorias. Un papel importante iban a jugar las visitas de estado. A finales del siglo XIX, las visitas se rodeaban de un pompa más que considerable: uniformes militares coloridos, bailes y cenas de gala, presentación de embajadores, ópera y ballet, fachadas iluminadas en las calles y fuegos de artificio...En otras palabras, una exhibición de las glorias nacionales.

Pero en la década inmediata a 1870, Francia iba perdiendo la guerra de visitas de estado. Algo que se interpretaba como una muestra de su aislamiento internacional. En 1873, el Sha de Persia visitó París y fue agasajado con una parada militar de 80.000 soldados. En Berlín, sin embargo, se festejó a los emperadores de Rusia y de Austria en 1872, al Sha de Persia en 1873, al Rey de Holanda en 1874 y al Rey de Suecia en 1875.
El sha Naser al-Din de Persia visitando París en 1873.
© Bibliothèque nationale de France / BNF

La debacle para la Tercera República francesa alcanzó su punto más bajo en 1883. Ese año, Alfonso XII de España realizó dos visitas, una a Berlín y otra a París. El Gobierno francés pensó que era la oportunidad perfecta para marcarse un tanto. Pero nada salió como se esperaba. En Berlín, el soberano español fue nombrado comandante honorario de los regimientos de hulanos alsacianos. En Francia, esto se tomó como una afrenta, ya que Alsacia había tenido que ser cedida a Alemania a causa de la guerra de 1870. A su llegada a París, Alfonso XII fue recibido por una multitud furiosa que lo abucheó con gritos de "A bas l'hulan!" durante todo el trayecto en carruaje desde la estación hasta la embajada.

El presidente Jules Grévy, acérrimo republicano que deseaba la consolidación del régimen, hizo lo posible por calmar los ánimos, pero el monarca español decidió partir el día siguiente. Era la primera vez que un soberano europeo visitaba París de forma oficial y el resultado había sido un auténtico desastre.

Los años 90 fueron mucho más exitosos para Francia, gracias al acercamiento con Rusia (cuyas relaciones se había enfriado con Alemania). El régimen republicano francés fue capaz de exhibir todos los fastos y la legitimación a los que aspiraba, así como de romper su aislamiento internacional. La visita de Nicolás II a París en 1896 o la de Félix Faure a San Petersburgo en 1897 fueron un auténtico triunfo. Francia había sido capaz de demostrar lo bien que podía ser recibido un “allié de la République”.

La prensa francesa describió estas visitas como si de una auténtica victoria militar contra Alemania se tratara. Ponían fin a “la puissance dictatoriale que l’Allemagne” o eran un “coup de pied a Guillaume”.

En los primeros años del siglo XX, Francia y Alemania llevaron a cabo una lucha encarnizada de visitas de estado. En 1900, Franz-Joseph de Austria visitó Berlín y el presidente francés Émile Loubet argumentó que como contrapeso sería importante que el Zar volviera a París para inaugurar el Pont Alexandre III durante la Exposición Universal. Pero el Zar no fue por temor a un atentado terrorista.

El año siguiente, sin embargo, los soberanos rusos sí que fueron a una revista naval a Danzig, invitados por el Káiser. El Gobierno francés se apresuró a invitarlos a una revista militar a Compiègne. Situaciones similares ocurrieron con Reino Unido e Italia, países con los que tanto Francia como Alemania tenían estrechas relaciones.

El caso italiano fue especialmente rocambolesco, hasta rozar lo ridículo. A pesar de ser miembro de la Triple Alianza (Alemania, Austria e Italia), Italia mantenía excelentes relaciones con Francia. En 1903, la Familia Real italiana visitó París y el gobierno alemán advirtió al ministro de asuntos exteriores italiano que esto no podía significar un aflojamiento de la Triple Alianza. El año siguiente, el presidente Loubet visitó Roma y poco después el káiser Wilhelm II viajó a Nápoles. Hubo largos debates sobre los discursos de los brindis, los franceses se quejaron porque la expresión “amistad con Francia” era demasiado vaga, hubieran preferido “alianza con Francia”. Los alemanes, por su parte, insistieron en que la Triple Alianza era la única alianza que podía ser nombrada.

Obviamente, esta rivalidad solía poner en situaciones francamente incómodas a otros gobiernos europeos. En 1905, el nuevo rey de España, Alfonso XIII, se disponía a hacer una doble visita a París y a Berlín. Los alemanes presionaron al gobierno español para que el rey no fuera a París, recordándoles la pésima acogida que Alfonso XII había tenido en 1883. Los franceses, por su parte, precisaron que la mala acogida había sido porque Alfonso XII fue antes a Berlín, por lo tanto Alfonso XIII debía evitar ir a Berlín.

Al final, Alfonso XIII visitó ambas ciudades con varios meses de separación. Solo cupo destacar un incidente, en París un anarquista lanzó una bomba sobre la calesa en la que viajaban el rey y el presidente Loubet.

Nunca hay que olvidar, cuanto contribuya la prensa de cada país en meter leña al fuego de la discordia. Cada pequeño detalle durante las visitas de estado era con frecuencia sacado de contexto y considerado un triunfo o una afrenta. Durante la Segunda Crisis de Marruecos (1911), el embajador francés en Berlín, Jules Cambon, hablaba en los siguientes términos de la prensa francesa:

"Me gustaría que esos franceses cuya profesión es crear o representar una opinión fueran capaces de refrenarse y de no jugar con fuego hablando de una guerra inevitable. No hay nada inevitable en este mundo." 

En medio de todo este ambiente enrarecido, volvemos a la pregunta inicial: ¿se habría podido desarrollar una visita del soberano alemán a París?

Cuando el nuevo emperador alemán Wilhelm II subió el trono en 1888, se esforzó sobretodo en dos cosas: la primera en recordar que Alemania siempre perseguiría la paz y el entendimiento con otras naciones y, la segunda, en hacer un extenso tour europeo para dar a conocer sus intenciones. Con el tiempo, la afición del emperador por viajar le valdría del apodo de “Reisen Kaiser” (el emperador viajero). Naturalmente, este tour inicial no incluía Francia.
El Káiser y su familia visitando Mesina, hacia 1898?

El emperador Franz Joseph I de Austria (izquierda) recibiendo al emperador Wilhelm II de Alemania (derecha) en una estación de Viena, en 1910.

El emperador alemán y el archiduque Franz Ferdinand de Austria visitando las Islas Brioni en 1912.

En 1891, sin embargo, la emperatriz madre Victoria decidió hacer una visita estrictamente privada a la capital francesa. Victoria ya había visitado en varias ocasiones París, siempre de forma privada. Como era uno de los miembros más populares de la Familia Imperial alemana, se pensó que su visita podría ser útil de cara a un acercamiento entre ambas naciones. La emperatriz madre fue afectuosamente recibida por la población parisina, pero la prensa cada vez se mostró más hostil hacia su presencia y su visita a Versalles fue considerada como una afrenta. Poco a poco, las críticas contra Victoria, que siempre se mostraba amable e interesada en la cultura francesa, fueron aumentando de tono. El embajador alemán recomendó acortar la visita por temor a incidentes graves.

Desde 1888, tres embajadores alemanes tuvieron la ardua tarea de congraciarse y calmar los ánimos del gobierno y el pueblo francés. El primero, el Conde Münster zu Derneburg era un anciano de trato afable que aspiraba a fomentar una relación pacífica entre ambos estados. El segundo, el Príncipe von Radolin fue conocido por ser un bon vivant que daba fastuosas recepciones en la embajada, con asistencia incluida de lo más granado de la aristocracia francesa. El último, el Barón von Schoen, fue descrito como un diplomático atormentado ante la titánica tarea que recaía en sus manos, el estallido de la guerra parece que le vino completamente por sorpresa.
La entrada al Hôtel de Beauharnais, la embajada alemana, presenta uno de los pocos ejemplos del goût égyptien,
muy en boga durante la época napoleónica.

Recepción en la embajada durante el Segundo Imperio.
Si Wilhelm II aspiraba a ser “el emperador de la paz”, tenía una asignatura pendiente, lograr un acercamiento con Francia. Una visita de estado podía ser un elemento clave, incluso milagroso. Veámoslo.

De 1899 a 1902, se produjo en la actual Suráfrica la Segunda Guerra de los Bóeres. Tropas británicas ocuparon las dos repúblicas independientes de Orange y Transvaal, habitadas por colonos holandeses, en las que recientemente se había descubierto oro. Los británicos incendiaron granjas y cosechas, envenenaron pozos de agua e inventaron los “campos de concentración”. En Europa, el sentimiento antibritánico creció como la espuma.

En 1903, se programó la visita oficial del soberano inglés, Edward VII, a París. La hostilidad de los franceses hacia el soberano británico era patente, fue recibido con vivas a la república y a los bóeres. Pero al final, el viaje fue un éxito. Edward VII se mostró afectuoso y amable en todo momento, hablando siempre en un perfecto francés. A su partida los franceses gritaban “Vive le Roi!”. El viaje sentó las bases de la futura Entente Cordiale.

¿No sería posible que ocurriera lo mismo con el káiser Wilhelm II?

Había un problema crucial, mientras el soberano británico era afable y tenía don de gentes, el alemán era conocido por hablar sin parar y por su tendencia a los exabruptos poco diplomáticos. Ambos se detestaban mutuamente y, según la Infanta Eulalia, “difícilmente lo disimulaban en público”. Edward VII consideraba a Wilhelm II "errático" y, a su vez, el Káiser decía que el soberano inglés era de “baja talla moral”. En el fondo, el origen de todo radicaba en la reina Victoria, que consideraba a su propio hijo un bala perdida que con frecuencia se relacionaba con personajes de dudosa reputación, como prostitutas parisinas o timadores profesionales. Al mismo tiempo alababa con frecuencia al Káiser.
El suntuoso dormitorio "estilo imperio" de la embajada que el Káiser jamás llegó a usar.
© Empire Style: The Hôtel de Beauharnais in Paris.

La exitosa visita de 1903, dejó al Káiser verde de envidia, ¿acaso no podía aspirar él a un éxito diplomático parecido? ¿Todos los monarcas europeos podían visitar París menos él? Lo que no debió saber es que el soberano británico le había “allanado” el camino advirtiendo al ministro de exteriores francés de las intenciones “dementes y malintencionadas” del soberano alemán.

A la espera de que ocurriera la eventual, pero poco probable, visita, la embajada alemana en París, situada en el Hôtel de Beauharnais, se había ido preparando. El Príncipe von Radolin, gran amante del arte, había promovido una renovación completa del edificio, y en especial de sus interiores. No deja de ser curioso que a pesar de las tormentosas relaciones entre Francia y Alemania, el Hôtel de Beauharnais sea uno de los conjuntos mejor conservados de decoración estilo Imperio de París. En una antecámara se erigió un nuevo dosel para el trono y un inmenso retrato del Káiser. La obra, pomposa y grandilocuente, buscaba imitar los grandes retratos barrocos franceses. Radolin dijo que “la mayoría de los invitados contemplaban el retrato llenos de admiración”. El general Gallifet, ministro de la armada francesa, dijo, sin embargo, que el retrato era como “un declaración de guerra”.
La sala del trono provisional en la embajada, hacia 1900.
El trono aparece vuelto hacia la pared, siguiendo la etiqueta de los prelados romanos.

El trono de la Embajada de Imperio alemán en París. Actualmente conservado en Versalles.
© Château de Versailles, Dist. RMN / © Jean-Marc Manaï

El retrato del emperador Wilhelm II pintado por Max Koner en 1904.
El retrato original (izquierda) no se conserva, en México existe otra versión del mismo (derecha).

Plantear la visita del Káiser generaba una profunda hostilidad entre la derecha más nacionalista francesa. Paul Déroulède, líder de la Ligue des Patriotes, se exclamaba en los siguientes términos:

“No, Wilhelm no vendrá a París; si lo hace le tiraremos al agua con su coche.” [Berliner Tageblatt / 27-02-1898]

Su colega, el célebre escritor Maurice Barrès lo hacía en términos parecidos:

“El emperador Wilhelm no puede venir a París sin ser lapidado. Sería deplorable que lo fuera, pero igualmente que no lo fuera. […] Cierto que el abuelo del emperador vino a París sin invitación [durante la Guerra franco-prusiana], pero este no es el caso.” [Gaulois / 28-05-1897]

En 1905, durante la Primera Crisis de Marruecos, el Príncipe von Donnesmarck, amigo personal del emperador, fue enviado a París, con un mensaje claro. Los alemanes no querían colonias en Marruecos, sólo la dimisión del ministro de exteriores Delcassé y que el Káiser fuera recibido en París y que se le otorgara la Légion d’honneur como a los otros soberanos

Sin embargo, para el gobierno francés había un elemento insalvable: Alsacia y Lorena. Ello no solo dificultaba una visita del emperador a París, sino, de hecho, el entendimiento entre ambas naciones.

En el semanario Le Soleil, un artículo resumía la cuestión en febrero de 1891:

“Se imaginan al emperador Wilhelm II cruzando, acompañado del Presidente de la República, de nuestros ministros y de nuestros generales, la Plaza de la Concordia. ¿Pasando delante de la estatua de la ciudad de Estrasburgo? [cubierta con un crespón negro desde 1870]. ¿Qué sentiría la población parisina si asistiera a un tamaño espectáculo?” [Le Soleil / 24-02-1891]

El presidente Émile Loubet iba más lejos, según él, la intención de la visita era:

“hacer que consintamos la expoliación del Tratado de Frankfurt, hacérnoslo ratificar como algo justo y definitivo.” [Combarieu - Seps ans à l'Élysée]

En la primavera de 1914, ocurrió el caso contrario. El primer ministro francés Aristide Briand se propuso visitar Berlín. Varios miembros del gobierno francés se alarmaron sobremanera. El presidente Raymond Poincaré, acérrimo nacionalista, temió que la visita se interpretara como un acercamiento a Alemania y que Rusia se pudiera sentir ofendida. El embajador francés en San Petersburgo, Maurice Paleològue, describió la situación con su característica prosa novelesca:

“Siempre es el mismo juego. El emperador colmará a M. Briand de halagos y flores, le jurará que su deseo más ardiente, su único sueño es obtener la amistad y el amor de Francia. Mostrara a los franceses y a Europa la imagen de un soberano pacifico, conciliante y magnánimo. […] En realidad, la diplomacia alemana mantendrá contra nosotros sus pérfidas maniobras, sus tácticas insolentes y sus provocaciones.” [Paleològue - Journal]

Así, en ese año crucial, el viaje de Briand fue finalmente anulado.
El "Salón azul" en las Königskammern del Stadtschloss de Berlín.
Estos aposentos, destinados a los jefes de estado extranjeros, nunca fueron utilizados por un mandatario francés.

El comedor principal en las Königskammern del Stadtschloss de Berlín.
Dichos aposentos, al igual que el castillo en sí, fueron destruidos durante los bombardeos aliados durante la Segunda Guerra Mundial. Las ruinas fueron dinamitadas por el gobierno comunista en 1950.
© Architectura Pro Homine / Kaiser Karl

La importancia de estas visitas no debe subestimarse. En una época sin los medios de comunicación tan inmediatos y donde la diplomacia estaba en manos de reducidas élites no electas, las alianzas o el entendimiento podían cimentarse sobre exitosas visitas de estado. El hecho que el emperador alemán no llegara nunca a visitar París es sintomático de las envenenadas relaciones que mantenían ambos países.

No deja de ser curioso que, en cierto modo, el fin de la paz en Europa coincidiera con una visita de estado. A finales de julio, el presidente francés Poincaré visitó al zar Nicolás II en San Petersburgo.
El presidente Poincaré y el zar Nicolás II hablando abordo del yate imperial Standart.

Oficialmente era una visita programada hacía tiempo, los temas sobre los que discutirían también. Extraoficialmente, Poincaré esperaba convencer a los rusos de que había que tener “fermeté” contra Austria, que quería enviar un ultimátum a Serbia. A muchos miembros del séquito francés y ruso les sorprendió la ligereza con la que Poincaré y Paleològue hablaban de guerra. Del mismo modo, las grandes duquesas Militza y Anastasia de Montenegro amenizaron la visita con sus visiones proféticas sobre una Austria destruida y un Berlín ocupado. El primer ministro René Viviani, que favorecía una aproximación menos belicista, tuvo una crisis nerviosa seguida de una depresión durante el viaje.

El 4 de agosto de 1914, los franceses se levantaron con la noticia de la declaración de guerra de Alemania y la partida de su embajador. La primera página de Le Figaro acompañó la noticia con dos otras noticias sobre la “barbarie alemana” (un fusilamiento y un bombardeo). Luego demostraron ser falsas.

El embajador von Schoen había abandonado París el día anterior, sobre las diez de la noche, para evitar incidentes. Un tren especial de seis vagones había llevado a todo el personal de la embajada y del consulado hasta la frontera. Antes de partir, el embajador envió una escueta nota al primer ministro Viviani:

“Éste es el suicidio de Europa.”

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