jueves, 9 de agosto de 2018

Los bains de mer III: Biarritz

Biarritz fue “descubierta” en 1854 por la emperatriz Eugénie, que quedó rápidamente hipnotizada por el paisaje agreste y sobre todo por la impetuosa fuerza del mar, que siempre fue el gran espectáculo de Biarritz. La pareja imperial y su corte podían llegar desde París en tren y en la estación de Bayona coger una calesa descubierta para recorrer los últimos kilómetros hasta Biarritz. Napoléon I ya había aprovechado su estancia en Bayona en 1808 para ir a darse un chapuzón en las playas de Biarritz. Los baños de mar, no obstante, ya estaban documentados en el lugar desde 1610.

Eugénie y Napoléon III decidieron erigir inmediatamente una residencia privada en un promontorio al norte de la población. Encargaron a los arquitectos Hipolyte Durand y Auguste Couvrechef la construcción de una coqueta villa estilo Louis XVI, hecha de ladrillo rojizo y piedra caliza beige. La nueva residencia imperial, llamada Villa Eugénie, ofrecía un interesante contraste con las casitas de pescadores blancas y con tejados de paja esparcidas sobre las colinas. Este contraste, fue siempre algo inherente en las stations balnéaires.

Entrada a la Residencia Imperial de Biarritz, también llamada Villa Eugénie.
(Actual cruce de la Avenue Edouard VII con la Avenue de la Marne)

La Villa Eugénie tal como fue construida en 1855.

Cada septiembre, desde 1856 a 1868, Napoléon y Eugénie viajaban a Biarritz en el suntuoso tren imperial diseñado por Violet-le-Duc. La vida en la villa se caracterizaba por un ambiente decididamente informal, lejos del protocolo de las residencias oficiales de la Corte. Los miembros del séquito imperial se relajaban tomando el Sol, paseando o dándose un chapuzón. Era un estilo de vida decididamente relajado, despreocupado y lejos del torbellino de actos oficiales y fiestas de la capital, Mérimée lo resumía con estas palabras “El tiempo pasa y no se hace nada, solo se espera a hacer algo”.

Eran habituales las excursiones terrestres, que fascinaban a la activa Eugénie. La emperatriz alquilaba unos cuantos mulos y recorría incansable colinas y acantilados, detrás suyo, las damas de la Corte no disfrutaban tanto con los torpes pasos de los animales cerca de los precipicios.

Otro entretenimiento eran las travesías por el mar. Una tarde, la emperatriz, decidida a acabar con el miedo que los miembros de la corte le tenían al mar los subió a todos a un barco para dar un pequeño paseo. La princesa de Metternich nos describe la peculiar aventura:

[Al ir a subir al barco desde un pequeño bote] la condesa Przezdziecka chillaba presa del pánico, la condesa Walewska estaba aterrorizada pensando que caería al agua, Mme de la La Bédoyère se mojó de arriba a abajo, a Mme de Montbello le mojó la espalda una ola y Miss Vaughan, la inglesa tan acostumbrada a las excursiones en yate, acabó con los pies empapados. Pobres, sus males solo acababan de empezar. 

Pero mientras anochecía, estalló una potente tormenta que zarandeó durante un buen rato la embarcación. Sus pasajeros desfallecidos y mareados, se refugiaron en el interior:

Todos ellos se ponían cada vez más pálidos [...] y decidieron tumbarse como si la Emperatriz no estuviera allí. Se habían olvidando hasta tal punto de Su Majestad que le daban órdenes y le pedían cosas, que si un chal, que si un cojín, que si una palangana.

La Emperatriz se pasó horas barco arriba, barco abajo atendiendo a los desfallecidos pasajeros. La embarcación no pudo entrar a puerto hasta las dos de la madrugada, entonces sus maltrechos ocupantes desembarcaron para ir a cenar.

¡Por mucho que viva, siempre recordaré esa cena! Uno no se puede imaginar el aspecto que tenían unos comensales que parecían cadáveres y cuyas vestimentas hechas jirones daban la impresión de un banquete del Evangelio al que asistían todos los desamparados que se había podido recoger en las calles. Se trataba, no obstante, de la flor y la nata de la corte de Napoléon, cuya elegancia era conocida en todas las partes del mundo.

Huelga decir que la Emperatriz recibió una severa reprimenda de su esposo y que los paseos en barco se dieron por concluidos. Pero por lo general, los atardeceres eran tan tranquilos que de vez en cuando los huéspedes más jóvenes decidían ir a “distraerse” a Bayona y cuando la religiosa Eugénie les pregunta su destino, ellos respondían que iban “a cenar a casa del obispo”.

Los séjours de la pareja imperial atrajeron pronto a otros soberanos, en 1857 vino el rey de Württemberg, en 1859 el de Bélgica, en 1865 la reina de España y en 1867 los duques de Braganza. Biarritz se ganó entonces el apodo de  “la reine des plages, la plage des rois”.

En setiembre de 1862, el joven Bismarck (por entonces embajador de Prusia en Paris) se alojó en Biarritz una semanas, allí disfrutó del sol, los paseos y los chapuzones en el mar, todo ello en un ambiente muy decontracté. No obstante, la distracción de la temporada parece que fue Madame Rimski-Korsakov y su sensual traje de baño; cada vez que salía de su caseta, numerosos curiosos se encaramaban a las rocas provistos de binoculares.

La Ville Eugénie y la playa de Biarritz, bautizada Plage de l'Impératrice.

Evidente, con la presencia de la Familia Imperial y la Corte, Biarritz no tardó en despegar. La nueva station balnéaire vasca creció a un ritmo parecido o superior al de otros lugares más cercanos a Paris. Se la llegó a conocer como la “Trouville del sur”.

En 1858, en la principal playa a de Biarritz, la Plage de l’Impératrice, se construyeron las primeras termas salinas, llamadas Bains Napoleón, que incluían además instalaciones para que los elegantes bañistas pudieran cambiarse tranquilamente antes de darse un chapuzón. Ese mismo año, abrió el Grand-Hôtel, también en el perímetro de la playa, que fue el principal alojamiento de las testas coronadas y los aristócratas de visita a Biarritz hasta finales de siglo. En 1861, encima de un acantilado al sur de la playa se inauguró el primer casino, el Casino Bellevue

Los Bains Napoléon edificados en 1858.

Biarritz fue creciendo poco a poco, a partir de los años 60, los primeros inmuebles aparecieron en el límite de la Plage de l'Impératrice.

La playa con el Grand Hôtel abierto en 1858 (izquierda) y el Casino Bellevue inaugurado en 1861 (derecha).

Para absorber el creciente flujo de visitantes, la propia residencia imperial tuvo que ser ampliada en sucesivas ocasiones. En 1859, Gabriel Auguste Ancelet añadió una nueva ala en la planta baja para albergar los aposentos de la pareja imperial. Sus antiguos aposentos del primer piso se destinaron a su hijo, el Príncipe Imperial y a la madre de la Emperatriz, la condesa de Montijo. En 1865 se añadió un nuevo ático a la villa, en 1866 se creó una nueva cocina para banquetes y en 1869 se tuvieron que instalar vigas metálicas para garantizar la estabilidad de la construcción, ese año la pareja imperial no pudo visitar Biarritz.

La Villa Eugénie con la nueva ala para los aposentos imperiales (izquierda) añadida en 1859.

Fachada de entrada de la Villa Eugénie con el ático edificado en 1865.

Como muchos edificios de las stations balnéaires, la villa había crecido demasiado rápido en detrimento de su calidad. El arquitecto Ancelet se lamentaba que la villa era una ruina y que habría sido mejor rehacerla casi por completo en vez tirar el dinero en arreglos. 

Pero los elegantes séjours de la Corte terminaron bruscamente en 1870 con el hundimiento del Segundo Imperio. Después de la fuga de la emperatriz hacia Londres el 4 de setiembre, la Villa Eugénie escapó a posibles saqueos gracias a que el alcalde y el gerente decidieron instalar un cartel en la verja que decía: “Propiedad nacional reservada a los heridos”.

La Tercera República garantizó a la ex-emperatriz la propiedad de la villa, pues era una residencia privada y no oficial. Pero en 1881, después de la muerte de su marido y de su único hijo, Eugénie decidió venderla. Los nuevos propietarios la transformaron en el lujoso Hôtel du Palais, que sería ampliado y remozado con una nueva ala. Todo el edificio ardió en 1903 y tuvo que ser reconstruido.

La Grande Plage (ex-Plage de l'Impératrice) a finales de siglo, con un aspecto muy parecido, a pesar de las nuevas construcciones, a la época del Segundo Imperio.

 La playa a inicios de siglo, con el nuevo Casino Municipal construido en 1901 en substitución de los Bains Napoléon. A mano izquierda aparece la ex-Villa Eugénie después del incendio de 1903.

Otros hoteles fueron abriéndose a lo largo de los años, como el Hôtel d’Anglaterre en 1872, el preferido de los ingleses; el Hôtel Continental en 1883, que fue el primero en tener ascensor y luz eléctrica en todas las habitaciones o el Hôtel Victoria en 1885, construido encima los antiguos establos imperiales y frecuentado por los españoles y rusos, entre ellos el escritor Chejov.

La ausencia de la Familia Imperial no significó el fin de Biarritz. La aristocracia española siguió frecuentando la ciudad, siendo la comunidad extranjera más numerosa. Varios aristócratas se construyeron suntuosas villa en la ciudad, como el duque de Osuna, que mandó construir la Villa Javalquinto. El duque, famoso por sus extravagancias, solía hacer traer claveles de Andalucía para decorar la villa y, en 1877, dio una fiesta con doscientos invitados para homenajear a la infanta Luisa Teresa de Borbón (hermana de Don Francisco de Asís). Ni en tiempos del Imperio se había visto tal despliegue de pompa.

La reducida pero selecta comunidad española siguió siendo el grupo de extranjeros más numeroso hasta el inicio de los años 90, cuando empezaron a desarrollarse las ciudades balnearias de San Sebastián y Santander. Los españoles dieron paso a los ingleses, que por lo general frecuentaban Biarritz los meses de invierno, sin olvidar que la misma reina Victoria visitó la población en 1889.

Sin embargo, aunque vinieron en mucha menor cantidad, los rusos se convirtieron en el fin de siécle en la comunidad extranjera más célebre de la ciudad por su cierto hermetismo y sus extravagancias. Las saison russe empezaba en setiembre y se podía alargar hasta mayo, aunque lo más frecuente era que en noviembre los miembros de la familia imperial volvieran a San Petersburgo. A parte de por las benignas temperaturas otoñales (superiores a Niza), la presencia de los rusos venía también espoleada por la reciente firma de la Alianza Franco-rusa entre el zar Alejandro III y la Tercera República francesa.

Tal era la importancia de dicha comunidad, que en 1892 se inauguró una suntuosa iglesia ortodoxa en el centro de la ciudad. En la iglesia de San Alejandro Nevski y la Protección de la Madre de Dios se celebró un multitudinario funeral en honor a la asesinada emperatriz Sisi y en 1901 fue el escenario de la boda de la princesa Ekaterina Yourevski, hija morganática del zar Alejandro II.

Todos los grandes duques solían frecuentar Biarritz, Konstantin, Vladimir, Alexis, Boris, Kyril, etc. De hecho, la gran duquesa Olga, hermana del zar Nicolás II, y su esposo Pyotr de Oldenburgo se encontraban residiendo en el Hôtel du Palais cuando el edificio fue pasto de las llamas en febrero de 1903. La gran duquesa consideró, pese a la insistencia de su marido, que el fuego no se propagaría tanto y decidió seguir cenando en su suite. Un rato más tarde tuvo que salir corriendo del hotel, solo vestida con una bata de noche debajo del abrigo. Eso sí, tuvo tiempo suficiente para pedir a su valet que cogiera su cofre de joyas y lo llevara al vecino Hôtel Victoria. Menos suerte tuvo su marido, que lamentó haber perdido su preciada colección de condecoraciones.

El Hôtel du Palais inmediatamente después de su incendio el 1 de febrero de 1903.

La vida en los hoteles se alternaba con el alquiler de coquetas villas. En diciembre de 1906, la otra hermana del zar, la gran duquesa Ksenia y su marido alquilaron la Villa Les Vagues durante medio año. Vinieron con sus tres hijos y un ejército de sirvientes: tres niñeras, cinco doncellas, cuatro mayordomos, la dama de honor de la gran duquesa, el edecán del gran duque y los profesores de francés e inglés. Poco después también llegó a Biarritz la emperatriz viuda Maria Feodorovna, en su tren privado y rodeada de otra cohorte de sirvientes. Permanecieron en Biarritz hasta junio y volvieron a alquilar la villa en 1907, 1909 y 1910.

La Villa Les Vagues (izquierda) era una de las lujosas villas de primera linea de mar construidas en la antigua playa privada de la emperatriz Eugénie. A la derecha se ve el Hôtel du Palais.
© BIARRITZ jadis.

La grand duquesa Ksenia y su familia (izquierda) y la emperatriz viuda Maria Feodorovna (derecha).

Tampoco hay que olvidar las visitas de los soberanos europeos. Fue precisamente Alfonso XIII el primer monarca en visitar el reconstruido Hôtel du Palais en setiembre de 1905. Nada más entrar pidió visitar los antiguos aposentos de Napoléon III y en el dormitorio se quitó el sombrero delante de la cama y saludó respetuosamente. Nadie debió atreverse a decirle que ni la decoración ni los muebles eran los del Segundo Imperio.

En enero del año siguiente el rey de España volvió a Biarritz, esta vez a la Villa Mouriscot para pedir oficialmente la mano de la princesa Victoria Eugenia de Battenberg. Dos días después el soberano condujo en coche a su prometida hasta el Palacio de Miramar en San Sebastián. Los prometidos visitaron Biarritz una vez más en marzo, para asistir a una cena de gala que organizaba en su honor por el rey Edward VII de Inglaterra en el Hôtel du Palais.

Diversas instantáneas de la visita de Alfonso XIII a la Villa Mouriscot.

Fue precisamente el soberano inglés uno de los que más ligados estuvo a la ciudad de Biarritz. Vino por primera vez en 1889, con su madre la reina Victoria y volvió en 1906 con motivo de la boda de su sobrina Ena. Desde entonces el soberano visitó cada primavera Biarritz hasta su muerte en 1910. Dichas visitas no tenían solo un carácter ocioso, sino también terapéutico, los médicos de Edward VII, aquejado de bronquitis, le habían recomendado precisamente la brisa fresca de la costa francesa.

Las visitas del soberano inglés siempre seguían un mismo patrón, a inicios de marzo abandonaba Londres rumbo a Paris, donde pasaba una semana (disfrutando de sus burdeles). Luego tres semanas en Biarritz y a principios de abril partía hacia Marsella. Allí embarcaba, junto con su esposa, en el yate real, para un crucero de cuatro semanas en el Mediterráneo, donde se tenía especial cuidado de no cruzarse con el yate de su sobrino el Káiser, que frecuentaba las mismas aguas en la misma época del año.

En Biarritz, Edward VII se alojaba en el Hôtel du Palais donde reservaba gran parte del ala sur del hotel, la que tenía vistas a la Grande Plage. El soberano tenía su suite en la planta baja y esta se componía de salón, dormitorio, vestidor, baño y un gran comedor privado instalado en el “Salón de señoras” del hotel. La suite disponía además de una terraza privada en la que se instalaba una tienda rayada cuando hacía buen tiempo. En el resto de plantas se alojaban su séquito compuesto por su doctor, dos edecanes, dos ayudas de cámara y dos lacayos, sin olvidar su perrito Caesar.

El Hôtel du Palais reconstruido después del incendio de 1903.
Edward VII ocupaba una suite en la planta baja, en el extremo izquierdo había su comedor privado.
© BIARRITZ jadis.

El soberano paseando por el paseo marítimo, al fondo se ve la verja del hotel.
© Getty Images.

Lo que fue celosamente ocultado por la Corte británica es que la amante habitual del rey, Alice Keppel, acompañaba al soberano en sus estancias de Biarritz. Unos días antes de la partida del monarca, la señora Keppel, sus dos hijas, la gobernanta, la niñera, la doncella y un miembro del personal del palacio embarcaban en un vagón privado en la Victoria Station de Londres, luego cruzaban el Canal y en Calais se les escoltaba para que se ahorran la aduana. Un tren nocturno, con otro vagón reservado, les trasladaba a Biarritz. Allí se instalaban en la Villa Eugénie (no confundir con la antigua residencia imperial), oficialmente alquilada a Sir Ernest Cassel, amigo de Edward VII. Desde esa villa, Alice Keppel podía acceder fácilmente al Hôtel du Palais a través de la playa.

La rutina del soberano británico empezaba a las siete de la mañana, cuando se levantaba y tomaba un baño, luego desayunaba a la diez (“desayuno inglés”, por supuesto) y a continuación se dedicaba a los asuntos de estado hasta la llegada a las 12 de su amante. Ambos realizaban un largo paseo por la playa. El almuerzo era a la una, en el antiguo “Salón de señoras” con vistas al mar, temporalmente reconvertido en comedor privado. También esta comida era invariablemente inglesa. Para sentirse como en casa, el soberano ordenaba traer siempre la vajilla de Buckingham.

El Salon des dames o "Salón de señoras", comedor privado de Edward VII.
© BIARRITZ jadis.

La misma sala en la actualidad.
© Hôtel du Palais.
La tarde se dedicaba a excursiones en coche (traídos desde Londres), a la caza del zorro, carreras de caballos, paseos “de incógnito” por Biarritz o a picnics, también había cortas visitas a San Sebastián. Si había tiempo, cuando volvían al hotel, el soberano dedicaba más tiempo a los asuntos de estado. La cena era a las ocho y quince en punto, esta vez con presencia de invitados que nunca eran más de ocho. Partidas de brigde, licores y conversaciones ocupaban el resto de las horas hasta medianoche, cuando todos los invitados, menos Alice Keppel, se despedían.

El rey Edward VII entrando al Hôtel du Palais.

En los últimos años de su vida, las estancias en Biarritz se alargaron considerablemente, a medida que la salud de Edward VII empeoraba. En 1908, el nuevo primer ministro Lord Herbert Henry Asquith tuvo que viajar hasta Biarritz para jurar el cargo ante el soberano en su suite del hotel. El soberano inglés se despidió de la ciudad en 26 de abril de 1910, y falleció poco después, el 6 de mayo.

Pero más allá de las visitas reales, la mayoría de los visitantes de Biarritz seguían una rutina bastante pautada. El día empezaba más o menos a las diez, después del desayuno había un paseo por Rue Mazagran, con sus pastelerías, salones de té y grandes almacenes, luego otro paseo por la Grande Plage. Después del almuerzo, entre una y dos, tocaba reposar hasta las 4, cuando se salía de casa rumbo a la pastelería Miremont o se iba a los conciertos del casino. Entre cinco y seis era la hora perfecta para empezar los baños de mar, que solo podían empezar tres días despues de haber llegado a la ciudad, tiempo necesario para habituarse a la brisa marina. En las playas se podía contar con la ayuda de los guides-baigneurs, profesionales que guiaban a los bañistas más novatos en su primer chapuzón. Se recomendaba también un paseo y una bebida caliente después de los baños. La Grande Plage era un lugar más pensado para el flâneur, si se quería nadar en serio era mejor ir al Port-Vieux. La cena era a las ocho, y luego se iba al casino, se paseaba, se bailaba, se escuchaba a la orquesta, se conversaba etc. A medianoche se podía tomar un refrigerio llamado médianoche o réveillon.

La hora del baño en Biarritz.
© Pays Basque 1900.

Conversación en la playa según Jean-Gabriel Domergue.

Las distracciones podían ser de los más variado, en 1891 hubo números de funambulistas, en 1896 la sensación fue el cinematógrafo, en 1900 se abrió la primera bolera de la ciudad. Tampoco ya que olvidar las corridas de toros de Bayona, la pelota vasca en Saint-Jean-de-Luz o las competiciones hípicas.

El inicio de la Primera Guerra Mundial apenas perturbó la vida en Biarritz. El Hôtel du Palais permaneció abierto durante toda la contienda ya que el alcalde de la ciudad se negó a transformarlo en hospital de guerra. Los Años Veinte fueron los más extravagantes de toda su historia, con centenares de bailes y cenas de gala en cada temporada.

Alfonso XIII inauguró esta nueva época en 1920, presidiendo una cena de gala en honor a la regata internacional de vela. En setiembre de 1921 tuvo lugar el célebre “Bal Impérial”, que se repetiría cada año hasta finales del siglo. La edición de 1922 fue abierta por los reyes de España y el sha de Persia, para esta ocasión el salas del Hôtel du Palais fueron decoradas con cientos de plantas para simular un bosque. En 1927, se organizó un baile de disfraces a la española llamado “La Verbena del Amor” al que asistió el príncipe de Gales.

Pero los años 20 fueron también una época de cambios. Aparte de por la realeza y la aristocracia, Biarritz empezó a ser frecuentado por celebrities como Picasso, Ravel, Loti, Kipling, Stravinsky, Cocteau, Chanel, Lanvin o Churchill; también aparecieron los primeros millonarios americanos. Si la temporada de verano (de junio a octubre) era cada vez más frecuentada, en invierno, ante la ausencia de la realeza y la aristocracia rusa (más allá de algunos exiliados), la ciudad estaba relativamente tranquila.

Los años veinte supusieron importantes cambios en la vestimenta y en la normativa de las playas.


Escenas chic pintadas por el ilustrador Hemjie para la revista "Biarritz" (finales de los años 20).

También poco a poco se impuso la práctica de deportes entre las diversiones mundanas y numerosos edificios emblemáticos como el Casino Municipal o el Casino Bellevue fueron rehechos en estilo Art Déco. El colmo de la modernidad llegó en 1930, cuando la compañía Aéropostale inauguró la línea aérea Paris-Biarritz, había además conexión con Madrid gracias a otro vuelo de la CLASSA que en un mismo día hacia el trayecto Getafe-Biarritz y vuelta.

El crac bursátil del 29 puso fin a este último periodo dorado de la ciudad. Los años 30 y 40 supusieron un progresivo decaer para Biarritz y de otras grandes ciudades balnearias. A ello contribuyeron varios factores como la crisis económica, la aprobación de las congés payés (vacaciones pagadas) para la clase trabajadora, la Guerra Civil Española y la Segunda Guerra Mundial y, por último, la destrucción de muchas ciudades costeras durante los bombardeos aliados.

La última mitad de siglo fue la época de la masificación, la masificación de las playas y la masificación urbanística, que se llevó por delante el extravagante patrimonio de la stations balnéaires en pro de la construcción de bloques de apartamentos.

Ciertamente el crecimiento de las ciudades de costa fue rápido y espectacular, pero también lo fue su declive.

Las clases altas, por su parte, empezaron a buscar un retorno a la sencillez, a esos pequeños pueblos depescadores que originaron las stations balnéaires. El salto a la fama de Saint-Tropez a finales de los años 50 es buena prueba de ello.



domingo, 5 de agosto de 2018

Los bains de mer II: la Bretaña y la Côte d'argent.

Junto con la Côte Fleurie, otras regiones francesas vivieron importantes transformaciones a partir de mediados de siglo, este fue el caso de la Côte d’Émeraude, una sección de la recortada costa bretona. Al otro lado del estuario del Rance, justo enfrente del encantador puerto amurallado de Saint-Malo (trágicamente bombardeado durante la II Guerra Mundial) se erigen las escarpadas costas y las estrechas calas de Dinard. El aspecto agreste resulta decididamente encantador, en Dinard nunca hubo grandes plazas o playas, al contrario, todo fue sinuoso, repleto de recovecos y de roca.

Aguas color esmeralda y villas de aire inglés en Dinard.

Fue precisamente este romántico escenario y el clima suave los que empezaron a atraer a la vecina aristocracia británica. En 1858, se inauguró el primer servicio de transbordador entre Saint-Malo y Dinard y un año después, se fundó el primer établissement de bains, un edificio de madera bastante rudimentario que ofrecía servicios a los primeros bañistas (y aventureros). Asimismo se empezó a urbanizar la población siguiendo el modelo haussmaniano, que debido a las irregularidades del terreno solo se aplicó en parte. En 1866 se construyó el primer casino, hecho de madera.

El despegue definitivo de Dinard llegó en 1873 cuando el conde Rochaïd Dahdah, de origen libanés, invirtió grandes cantidades de dinero en mejorar calles y carreteras. A partir de entonces aristócratas británicos y franceses empezaron a construir sus señoriales villas encaramadas sobre los acantilados; enormes y robustas construcciones de piedra, con tejados puntiagudos y bow-windows que aportaban a Dinard un aire decididamente inglés.

Mapa del pequeño y rocoso Dinard.

Una de las villa más grandes de Dinard, casi un castillo.
La Villa La Garde fue construida en 1898 para el magnate del coñac Jacques Hennesy.

La afluencia de la bonne societé hizo que Dinard se convirtiera para las élites inglesas en el lugar ideal para encontrar esposa y muchas madres no dudaban en llevar a sus hijas y exhibirlas con sus mejores vestidos (y trajes de baño) en busca de un buen partido. Pero la bonne societé también trajo consigo los últimos ingenios tecnológicos y a finales de siglo Dinard era una de las poblaciones más modernas de Francia: el agua corriente llegó en 1888, el primer hospital se abrió el 1891, el teléfono llegó en 1898 y la electricidad en 1902. ¡Nada mal para una pequeña población de veraneo!

La suerte de Dinard se mantuvo durante los años veinte, entonces la población contaba con 4 casinos, 40 hoteles y más de 300 villas. En 1928 con la construcción del Casino Balnéum de estilo Art Decó, Dinard se dotó con una de las mayores piscinas cubiertas de Francia. Finalmente, la crisis de 1929 puso fin a la gloriosa carrera de la station balnéaire más célebre de la costa bretona.

Para seguir la historia de los bains de mer solo basta recorrer el litoral atlántico hacia el sur.

Primero encontramos La Baule (1879), con su inmensa playa y los también inmensos hoteles y luego Royan en la Côte d'argent.

Royan fue una pequeña población fortificada de la costa, disputada en la Edad Media por ingleses y franceses. Vivió siempre de espaldas al mar, con unos altos muros que la protegían de las tempestades. Pero en 1836, el ayuntamiento decidió abrir una portezuela en la muralla y excavar una escalera en las rocas para que los “bañistas” pudieran llegar a la playa, también se tuvieron que promulgar unas ordenanzas para evitar que los visitantes se bañaran desnudos cerca de las casas de los pescadores. En 1843, se abrió el primer casino, rápidamente frecuentado por la aristocracia bordelesa.

Si Royan fue un importante centro turístico de la región, no fue hasta la llegada del primer tren desde Paris, en 1875, cuando adquirió el prestigio de una station balnéaire. Alrededor del casco antiguo empezaron a crecer amplios barrios de suntuosas villas y en la amplia playa de la Conche aparecieron los hoteles de lujo.

En 1885 abrió el Casino du Foncillon, con una rica decoración neobarroca y frecuentado por escritores como Daudet, Charpentier o Zola. Pero dos años después surgió la propuesta de construir otro casino, se juzgaba que el Foncillon era demasiado conservador y elitista y se propuso edificar un nuevo “casino republicano”.

El Casino du Foncillon (arriba) y el Casino Municipal (abajo) de Royan.

El ayuntamiento contactó con el arquitecto Gaston Redon (hermano del pintor Odilon Redon) y le pidió “no escatimar ni en espacio ni en proporciones”. En nuevo Casino Municipal, inaugurado en 1895, fue pronto considerado el más grande de Francia y su pomposa fachada neobarroca era una de las más elegantes jamás construidas. Su interior contenía restaurantes, salas de juegos, espacios de lectura y una inmensa sala de espectáculos donde actuaría Sara Bernhardt y donde se presentaría el cinematógrafo. Se llegó a decir que “Royan no había creado el casino, sino que el casino había creado Royan”. Lamentablemente, ni los casinos ni la ciudad sobrevivieron a los bombardeos aliados de la Segunda Guerra Mundial.

La playa de la Conche en Royan.
La playa de la Conche en Royan.

Dos afiches publicitarios de Royan (circa 1890), destino promocionado por los ferrocarriles franceses.

Al sur de Burdeos se encuentra Arcachon. Situada en medio de la tranquilidad de los espesos bosques de pinos y las dunas del Bassin (la Bahía), Arcachon siempre tuvo un carácter distinto, más retirado y tranquilo, lejos de las extravagancias de otras ciudades balnearias. Pero sobretodo, siguió conservando una dimensión terapéutica.

En 1857, los hermanos Pereire, dueños del Ferrocarril del Sur, solicitaron a Napoléon III la extensión de la línea férrea hasta la inhóspita zona de Arcachon. Rápidamente, en la costa, surgió la típica station balnéaire con su casino y sus villas a tocar de mar, era la Ville d’Été.

Arcachon aislada entre espesos bosques de pinos.

Sin embargo, en lo alto de la colina al sur de nueva población, los hermanos Pereire decidieron establecer la llamada Ville d’Hiver, un barrio de villas estilo suizo situadas en medio de un frondoso bosque de pinos. En la Ville d’Hiver, el reclamo fue distinto. Los médicos consideraron que el aire de mar mezclado con la fragancia de los pinos y el clima cálido era bueno para la tuberculosis, la station balnéaire  volvía sus orígenes terapéuticos. Cada invierno, centenares de aristócratas y ricos burgueses aquejados de dicha enfermedad se desplazaban a la Ville d’Hiver de Arcachon en busca de quietud y sanación. La elevada presencia de ingleses hizo que hasta se les construyera una iglesia anglicana.

Arcachon, a pesar de su extravagante Casino Mauresque situado en lo alto de la colina, siempre tuvo un carácter más contenido, privado e incluso aislado que otros sitios de villégiature.

El Casino Mauresque en un fotografía antigua y pintado por Oliver Probst.

Fachada trasera del Casino Mauresque.

El interior del casino, exuberante pero no monumental.

Su atmósfera apacible atrajo también a algunas testas coronadas, el zar Alejandro II solía alojarse en el Hôtel de la Fôret y disfrutar de pequeñas escapadas con su esposa secreta la princesa Yuryevskaya; la emperatriz Elisabeth de Austria se alojó en el Grand Hôtel justo después del suicidio de su hijo Rudolph en 1889 y en el mismo hotel se alojó la exiliada reina Ranavalona III de Madagascar en 1901.

Arcachon también fue el lugar de encuentro entre Alfonso XII y su futura esposa la archiduquesa María Cristina de Habsburgo. El soberano tenía pensado viajar a Viena, pero se enteró que los médicos de la archiduquesa le habían recomendado una estancia en Arcachon a finales de agosto de 1879. Alfonso XII, viajando con el nombre de incógnito de “marqués de Covadonga”, llegó a la ciudad el 22 de agosto y se alojó en la Villa Monaco, María Cristina, por su parte, había llegado unos días antes con su madre y se instaló en la Villa Bellegarde.

Mapa de la Ville d'Hiver de Arcachon.
Hay señalados el casino (rojo), la villa de la archiduquesa María Cristina (amarillo) y la villa del Alfonso XII (azul).

Después de las visitas protocolarias, la joven pareja paso una semana paseando por la playa, viendo a los delfines y disfrutando de la hospitalidad de Cécile Pereire, hija de uno de los fundadores de Arcachon que había puesto a su disposición su inmensa propiedad con playa privada. El día 29, los ahora prometidos partieron a La Granja y a Viena.

La Villa Bellegarde, donde residieron María Cristina y su madre.

La Villa Pereire.

Paseo en barca por el Bassin.

lunes, 25 de junio de 2018

El Káiser, una introducción


Wilhelm II, el último káiser del II Reich, fue uno de los personajes más fascinantes entre la plétora de monarcas y príncipes que protagonizaron y contemplaron el derrumbe de la Vieja Europa durante la Primera Guerra Mundial. Su intensa, teatral y, a veces, histriónica personalidad fue tema de conversación y debate, y durante décadas, se le achacó haber sido uno de los principales causantes del deterioramiento de las relaciones anglo-alemanas y del estallido de la guerra. En la actualidad, muchas de estas aseveraciones están en entredicho.

Wilhelm II fue un hombre de contrastes: impulsivo, ignorante, ansioso, depresivo, incapaz de concentrarse en el trabajo y fiel defensor de los derechos divinos de la monarquía, también era, no obstante, ambicioso, muy inteligente, tenía muy buena memoria, era elocuente y enérgico y estaba muy interesado en el mundo moderno. Su brusquedad y egoísmo solían ir de la mano de la amabilidad y la educación propias de un gentleman.

Teatral, pomposo y dado a lo que hoy llamaríamos “incorrecciones políticas”, Wilhelm II heredó en 1888 uno de los tronos más codiciados del mundo, el del floreciente Imperio alemán. Hijo del príncipe Friedrich (brevemente emperador Friedrich III) y de la princesa Victoria o Vicky (hija a su vez de la reina Victoria), su nacimiento estuvo marcado por un funesto parto que le dejaría como resultado un brazo izquierdo paralizado y ligeramente más corto. (Más sobre su infancia y juventud aquí) Esta discapacidad generaría en él un complejo de inferioridad y, al mismo tiempo, una cierta tendencia hacia la megalomanía y la arrogancia así como una constante necesidad de aprobación, de sentirse amado y admirado y por sus propios súbditos pero también por los ingleses, que por lo general lo aborrecían y despreciaban.

La princesa Victoria pintada en 1867 por Winterhalter.

El príncipe Friedrich pintado en 1857 por Winterhalter.

El Káiser tenía, además, la tendencia a hablar muchísimo y sobre muchos temas al mismo tiempo; demostraba tener grandes conocimientos pero también una destacable falta de concentración. Wilhelm II era hiperactivo, cosa que preocupaba especialmente a su séquito. “Su majestad no tiene nervios, pero no aguanta la presión durante las crisis” decía el almirante Friedrich Hollmann, y esa era la principal preocupación de sus doctores: Wilhelm II tendía a consumir sus nervios, después de períodos de hiperactividad se derrumbaba.

Algunos historiadores han querido ver también en Wilhelm II un ejemplo de Cäsarenwahnsinn, una "dolencia" característica de algunos emperadores romanos que incluía delirios de grandeza, divinización de uno mismo, deseo de triunfos militares y manía persecutoria.

El joven príncipe Wilhelm ataviado a la escocesa en una fotografía para su abuela la reina Victoria, hacia 1884.

Sobre él también influyó la pobre relación que tuvo con su madre inglesa que, por un lado, consideraba a su hijo un fracaso personal y, por otro, parecía constantemente dispuesta a alabar todo lo inglés y a ser condescendiente con las tradiciones prusianas. Todo ello contribuiría a crear en el Káiser una complicada relación con Reino Unido. Wilhelm II siempre sintió fascinación y admiración por la cultura inglesa, pero al mismo tiempo vio, con frustración, como sus parientes ingleses le solían mirar por encima del hombre. El Káiser, por lo tanto, osciló siempre entre el orgullo y el rencor hacia todo lo inglés.

El káiser Wilhelm II pintado en 1917 por August Böcher.

La imagen que de él ha guardado la posteridad es la de un belicista amante de los desfiles, de los uniformes y dado a discursos violentos como el famoso Discurso de los Hunos de 1900 o el Escándalo Daily Telegraph de 1908. Pero tras esta fachada militarista con pomposos aires de Siegfried o Parsifal se escondía un hombre de paz. Wilhelm II prefería ser el árbitro, el líder que proponía acuerdos entre las naciones beligerantes del mismo modo que un padre hace con sus hijos.


El Káiser rodeado por su familia en 1896.

No en vano, en su primer discurso como emperador, se esforzó por remarcar que su reinado perseguiría la paz y no las conquistas. Del mismo modo, en el verano de 1914, tras enterarse del contenido del Ultimátum austríaco a Serbia, escribió a su canciller que eso era un triunfo diplomático, ya que la necesidad de una guerra quedaba completamente descartada. Murió creyendo que había tenido que ir a la guerra en defensa propia contra una conspiración orquestada por sus primos ingleses y rusos.

Incluso la famosa Kaiserliche Marine, que pretendía rivalizar con la Royal Navy y que tantos regueros de tinta originó, se creó más para extender la influencia alemana por el globo que pensando en un futuro enfrentamiento con Gran Bretaña. Prueba de ello, la famosa Misión Haldane de 1912, en la que los alemanes, conscientes de que perdían la carrera naval, propusieron a Reino Unido llegar a un alto armamentístico y a una alianza diplomática. Los británicos lo rechazaron, considerando que aquello no les aportaba ningún beneficio ya que, al fin y al cabo, ellos siempre seguirían teniendo la mayor armada. Las ironías de la Historia quisieron que los flamantes y "amenazantes" acorazados "del Káiser" terminarían sus días en Scapa Flow, siendo hundidos por sus propios tripulantes para evitar que cayeran en manos enemigas.

El káiser Wilhelm II pintado en 1907 por Philip de Laszló.

En este blog hemos dedicado varios artículos a Wilhelm II, y esperamos dedicarle algunos otros más.




lunes, 18 de junio de 2018

El pequeño príncipe y la Inglesa


21 DE ENERO DE 1859

Dícese que al enterarse del nacimiento de su primer nieto, el príncipe Wilhelm, por aquel entonces regente de Prusia, abandonó una reunión en la secretaría de Exteriores y cogió el primer taxi que encontró en la calle rumbo al Kronprinzenpalais en el Unter den Linden.

También en Reino Unido la emoción fue grande, era el primer nieto de la reina Victoria y el príncipe Albert y para conmemorarlo un nuevo verso fue añadido temporalmente al himno. Antes de las representaciones teatrales el público solía prorrumpir en aplausos al escucharlo.

La hija mayor de la reina Victoria, también llamada Victoria o Vicky, se había casado en 1858 con el príncipe Friedrich de Prusia, hijo, a su vez, del príncipe Wilhelm, que actuaba como regente de su incapacitado hermano el rey Friedrich Wilhelm IV de Prusia.

El primer hijo de Friedrich y Vicky fue bautizado con los nombres Friedrich Wilhelm Viktor Albert de Hohenzollern, pasaría a la historia como el káiser Wilhelm II de Alemania. Su infancia ha sido frecuentemente definida como oscura, traumática e incluso “gótica” por historiadores que luego han presentado el soberano como una persona desequilibrada e incapaz de gobernar. Veámoslo.

El Kronprinzenpalais (Palacio del Príncipe Heredero) de Berlín y, al fondo, la cúpula del Stadtschloss.

FÓRCEPS

Lo que nunca supieron los súbditos prusianos y británicos fue que el pequeño Wilhelm nació después de un doloroso parto. Su madre pasó horas agónicas mientras los médicos de la corte prusiana debatían con los médicos ingleses enviados por la reina Victoria. El bebé venía de nalgas, pero la cesárea fue juzgada demasiado peligrosa, ya que nadie quería arriesgarse a matar a la hija de la soberana inglesa. Finalmente, ante lo desesperado de la situación, el médico alemán optó por usar unos fórceps. El futuro príncipe nació más muerto que vivo y los médicos lo frotaron con tanta energía para reanimarlo, que dañaron el nervio de su brazo izquierdo.

No fue hasta más tarde que sus padres y nodrizas se dieron cuenta que el joven príncipe Wilhelm no usaba su brazo izquierdo, que, además, parecía ligeramente más corto. Los médicos confirmaron que dicho brazo estaba fatalmente atrofiado.

La noticia no tardó en extenderse por la corte prusiana. “Un príncipe manco no puede ser rey”, no tardó en oírse en los corrillos.

Una jovencísima Vicky y su recién nacido en 1859.
© Royal Collection.

Hasta los seis años, el infante fue sometido a toda clase de tratamientos para intentar corregir su parálisis: se le hacía pasar horas atado a máquinas que presionaban su espina dorsal, a liebres recién degolladas para revivificar sus nervios y pasaba largos ratos sometido a electromagnetismo y electroterapia.

Con el tiempo sus padres se dieron cuenta que el mejor tratamiento era enseñar al niño a vivir con esa discapacidad. Wilhelm aprendió a montar a caballo, a disparar y a nadar a la perfección. Aunque años más tarde, con cierto rencor, recordaría como, mientras él lloraba a mares, su madre le obligaba a subir una y otra vez sobre el pony cuando se caía.

Wilhelm aprendió a vivir con su brazo atrofiado: sus uniformes siempre tenían una manga más corta y los bolsillos más altos, en sus apariciones públicas solía llevan capa y en la mesa siempre había un valet preparado para cortarle la carne. Por otro lado, acabó desarrollando una sorprendente fuerza en su mano atrofiada y no se abstenía de demostrárselo a quien le daba la mano.

Abrigo de "coronel honorario" perteneciente a Wilhelm II.
© Imperial War Museum.

No obstante, el futuro káiser conservaría a lo largo de su vida una autoestima frágil, una sensación de no estar a la altura del cargo de emperador alemán, rey de Prusia y jefe supremo del ejército. Su risa estruendosa, sus poses teatrales, sus discursos encendidos y su cierta megalomanía eran una forma de elevarse por encima de los demás para ocultar su fragilidad. Sin embargo, con frecuencia esta pose se resquebrajaba fácilmente ante las críticas, Wilhelm se sumía entonces en profundos periodos depresivos. A lo largo de su vida y su reinado, la alternancia de periodos eufóricos e hiperactivos con fases depresivas fue constante.

Aparte de su autoestima, la relación de Wilhelm con su madre también se vio un poco afectada. La perfeccionista Vicky, profundamente angustiada por no haber llevado al mundo un heredero perfecto, vivió la infancia de su hijo con una ansiedad casi permanente, con una tensión constante por intentar mejorar su estado de salud. Tal como le escribió a su madre, "su discapacidad estropea toda la alegría y el orgullo que debería sentir por él".

El joven Wilhelm no entendía porque cada vez que estaba con él, su madre parecía atacada de los nervios, llegando a pensar que su madre lo rechazaba. Con los años, la relación entre madre e hijo fue tornándose en desconfianza mutua.

Todo lo contrario ocurría con su padre Friedrich, que solía acompañar a su hijo Wilhelm a los tratamientos médicos y siempre se mostraba paciente y afectuoso con su hijo. Padre e hijo pasaban largos ratos leyendo y nadando. A Friedrich le gustaba, además, explicar sus experiencias en la Guerra Franco-prusiana. Wilhelm lo escuchaba fascinado, aunque años más tarde afirmaría que “nunca he tenido ambiciones guerreras. En mi juventud mi padre me explicaba lo terribles que fueron los campos de batalla de 1870 y 1871. No siento ninguna inclinación en traer tal miseria, a tal gran escala, al pueblo alemán y a la humanidad”.

HINZPETER

Para educar al príncipe Wilhelm y más tarde a su hermano Heinrich, sus padres escogieron a un reputado y austero calvinista llamado Georg Ernst Hinzpeter. Era la primera vez que un príncipe prusiano era educado por un civil y no por un militar y aunque Hinzpeter era tosco y parco, Vicky y Friedrich confiaban en que enseñaría a sus hijos las virtudes civiles y burguesas.

Wilhelm con un año en un barco de juguete, el primer navío de la temida "Marina del Káiser".
© Royal Collection.

Hinzpeter era un educador de métodos severos y a veces brutales, que hacía estudiar a sus alumnos desde el amanecer hasta el atardecer (es decir, desde la seis de la mañana hasta las seis de la tarde). Sin embargo, le enseñó a Wilhelm mucho más de lo que habría sido habitual en la corte prusiana. Una vez por semana, Wilhelm y su hermano pasaban un día en una fábrica, aprendiendo los procesos de fabricación y teniendo ellos mismo que mezclarse con los trabajadores y presentar, al final del día, algo que hubieran hecho. De estas visitas, Wilhelm extraería una pasión por la tecnología y los avances científicos que duraría toda su vida.

El tutor también llevada a los niños a viajes de aprendizaje más lejanos y largos, como Cannes, las Islas Frisias o la costa belga. De ahí saldría seguramente el interés del futuro káiser por la navegación y los viajes.

Wilhelm con seis años y Heinrich con tres.
© Royal Collection.

Las extenuantes sesiones de estudio programadas por Hinzpeter, no obstante, solo se aplicaban a Wilhelm parcialmente, ya que el niño seguía pasando largas horas en tratamientos médicos. Su propia madre, intelectualmente brillante, se quejaba de que Wilhelm parecía “retrasado” a causa de su ausencia a las lecciones. Aparte de su tara física ahora se añadía su bajo intelecto. Para Vicky, Wilhelm jamás se parecería ni a ella ni a su igualmente brillante padre, el príncipe Albert.

Cuando el príncipe le escribía cartas a su madre, ésta las respondía con párrafos enteros de correcciones, como por ejemplo sobre cuál era la expresión afectuosa más adecuada para dirigirse a ella en las cartas.

No obstante, a pesar de las quejas de su madre, Wilhelm heredó su privilegiado intelecto, tenía una gran memoria, le interesaban gran variedad de temas y solía hacer preguntas inteligentes y perspicaces cuando visitaba una factoría. Sus notas fueron siempre excelentes en historia, literatura, religión y lengua.

El problema de Wilhelm era seguramente su falta de concentración, pasaba rápidamente de un tema al otro, sin conexión entre ambos. Ya siendo emperador, propuso fundar una Nueva Alemania en la jungla de Brasil, convertir Mesopotamia en colonia alemana (a pesar de que era inglesa) o fundar una corporación petrolera pan-europea a modo de la Starndart-Oil americana. Los largos memorándums que enviaba a sus ministros y a sus parientes con frecuencia pasaban al olvido cuando a Wilhelm se le ocurría otra idea.

A pesar de su tendencia a no escuchar las opiniones de los demás y de su frágil autoestima, podemos afirmar que Wilhelm aprendió dos grandes lecciones de su tutor: que debía pensar por sí solo, cosa que explica la ausencia de camarillas durante su reinado, y que podía vivir como una persona normal a pesar de su discapacidad.

POSTDAM

Las enseñanzas de Hinzpeter fueron completadas con estudios de secundaria en el gymnasium de Kassel y, tras ellas, Wilhelm realizó una licenciatura de derecho en la universidad de Bonn y Heinrich ingresó en la Marina.

Wilhelm y Heinrich en 1886.

Era la primera vez que los Hohenzollern iban y eran educados junto con otros jóvenes de su edad, cosa que causó un considerable malestar en la corte prusiana. Sin embargo, la princesa Vicky y el príncipe Friedrich se habían empeñado en que sus hijos no tuvieran la tradicional educación militar y ultra-conservadora de los príncipes prusianos.

Tras graduarse en Bonn en 1879, Wilhelm ingresó en el 1er Regimiento de Infantería de la Guardia Imperial, radicado en Potsdam. Vicky se quejaría más tarde que su hijo se volvió brusco y arrogante entonces, Wilhelm, por su parte “que había encontrado su familia y su amigos”.

No obstante, puede afirmarse, que Wilhelm no fue producto de la típica educación castrense prusiana, al contrario. Tuvo, y sus padres de esforzaron en ello, una educación eminentemente civil. La pasión futura de Wilhlem por el ejército y sus uniformes puede considerarse esencialmente una afición, jamás adquirió ni la disciplina, ni la austeridad, ni el belicismo del ejército prusiano.

LA INGLESA

El príncipe Albert siempre consideró, y con razón, que su hija mayor Vicky era la más inteligente de sus vástagos. La propia Vicky también fue consciente desde pequeña de su intelecto brillante. Sin embargo, no podía disimular una cierta arrogancia ante la gente que no estaba a su altura o que discrepaba con ella.

Ya instalada en Prusia después de su boda con el príncipe Friedrich, la joven e impulsiva princesa (solo tenía 17 años) no se cortaba en afirmar la superioridad de todo lo inglés frente a lo prusiano, considerando además que el país adolecía de una falta de evolución comparado con Reino Unido. Siguiendo las enseñanzas de su padre, el príncipe Albert, la princesa consideraba que Prusia debía transformarse en una democracia más liberal, cuyo modelo era, obviamente, Inglaterra.

Vicky, además, se metió de lleno en una “guerra fría” que había de dominado la corte prusiana desde principios del siglo, aquella que enfrentaba a un “partido pro-ruso” y conservador con otro “partido anti-ruso” y pro-inglés de corte más liberal. La princesa pronto recibió el sobrenombre de “La Inglesa” por parte de sus detractores.

Friedrich y Vicky junto con sus dos hijos mayor Wilhelm y Heinrich (Winterhalter 1862).

Al contrario que su madre, Friedrich era un hombre con un carácter pausado y afable y de naturaleza silenciosa. Aunque menos impetuoso que su esposa, el príncipe también hacía gala de sus claras tendencias liberales y anglófilas, y, con el tiempo, no tardó en rumorearse entre la corte que se encontraba “dominado” por su mujer.

Los príncipes herederos y su familia, circa 1865.
© Royal Collection.

Pocos años después del nacimiento de Wilhelm, ascendió al trono de Prusia su abuelo Wilhelm I (1861) y Otto von Bismarck se convirtió en canciller (1862). Ambos eran claros partidarios de una tendencia más “pro-rusa” y Friedrich y Vicky poco a poco se vieron excluidos de los círculos de influencia.

El aislamiento de los ahora príncipes herederos se hizo todavía más hiriente cuando su hijo Wilhelm fue desarrollando a partir de la adolescencia una personalidad y unos intereses diametralmente opuestos a los de sus padres, todo ello espoleado por la influencia de su abuelo, el (desde 1871) káiser Wilhelm I, y del canciller Bismarck.

La distancia entre madre e hijo se acrecentó. Vicky consideraba que su hijo lo hacía todo para fastidiarla y provocarla, y Wilhelm creía que su madre nunca le había querido.

En las frecuentes peleas familiares, la reina Victoria tenía que hacer siempre de mediadora, optando usualmente por secundar a su nieto mayor y apaciguar a su hija.

DONA

Mientras estudiaba en Bonn, el príncipe Wilhelm se enamoró perdidamente de su prima la princesa Ella de Hesse-Darmstadt y hasta llegó a escribirle poemas de amor. Pero Ella, bella y sofisticada, le rechazó como a un patito feo. La autoestima de Wilhelm tocó fondo.

Al mismo tiempo, su madre Vicky empezó a proyectar la boda de su hijo, con la esperanza que una esposa adecuada ayudara a recoser la distancia entre ambos. La escogida fue la princesa Auguste Viktoria de Schleswig-Holstein, hija del (solo formalmente) duque soberano de Schleswig-Holstein.

Auguste Viktoria, o Dona, como se la llamaría afectuosamente, no era precisamente una princesa con un linaje rutilante. Su padre, el duque Friedrich VIII de Schleswig-Holstein, era un empobrecido miembro de una rama secundaria de la Casa Real Danesa y su única hazaña había sido declarar, en 1863, la independencia de los ducados de Schleswig-Holstein de Dinamarca para luego entregarlos a las tropas austro-prusianas. Desde entonces había vivido en el más absoluto de los olvidos.

Peor era que la abuela paterna de Dona hubiera sido una simple condesa, aunque esto se compensaba con su abuela materna, la princesa Feodora de Leiningen, medio hermana de la reina Victoria.

La princesa Auguste Viktoria retratada por Von Angeli en 1880.

Vicky pensó que una princesa humilde sería capaz de controlar los delirios de grandeza de su hijo. También esperaba poder ejercer una mayor influencia sobre su vástago a través de su nuera, que, por supuesto, le estaría eternamente agradecida por haberla escogido. Sin embargo, tarde se dio cuenta que en realidad Dona era una ferviente protestante, conservadora y no precisamente anglófila. Carecía además del carácter de Alix de Hesse, del glamour de Alexandra de Gales o del magnetismo de Elisabeth de Austria, Dona siempre fue una mujer corriente, que nunca escondió que sus grandes intereses eran esencialmente la religión y la familia y que no tenía inquietudes políticas ni intelectuales. Su aspecto de hausfrau (ama de casa) la hizo ser muy querida entre la clase media alemana.

Muy al contrario de lo que esperaba Vicky, la boda en 1881 con Dona no sirvió para propiciar un acercamiento madre-hijo, porque Dona nunca quiso cuestionar ni interesarse por las posiciones políticas de su marido.

Su matrimonio con Wilhelm fue un matrimonio sin fisuras, Dona siempre le estuvo eternamente agradecida a Wilhelm por haberse casado con ella, una princesa con poco brillo y linaje. A la inversa, Wilhelm también le agradeció que se hubiera casado con un tullido como él.

Wilhelm y Dona, circa 1880-1881.

PRÁCTICAS

El inicio de la década de los 80 también coincidió con el progresivo acercamiento entre Wilhelm y su abuelo el emperador Wilhelm I, todo ello propiciado por Bismarck, deseoso de evitar que el príncipe pudiera acabar bajo la influencia de Vicky. El canciller empezó a encargar tareas de representación al príncipe Wilhelm, al tiempo que sus padres Friedrich y Vicky eran mantenidos apartados de la política. A todo ello se unían las siempre abiertas críticas de Vicky al gobierno y, por el contrario, las también públicas muestras de apoyo que su hijo daba al mismo gobierno.

Cuatro generaciones: el káiser Wilhelm I, su hijo el príncipe heredero Friedrich, su nieto el príncipe Wilhelm y su bisnieto el príncipe Friedrich Wilhelm (hijo del anterior).

Si la relación entre madre e hijo no era muy buena, la que había entre padre e hijo parecía haber solventado los obstáculos, hasta que Wilhelm empezó las "prácticas" en el negocio familiar.

En 1884, Bismarck y el káiser escogieron a Wilhelm para realizar una visita oficial al zar Aleksandr III de Rusia. Su padre Friedrich se sintió, con razón, deliberadamente excluido, pero Bismarck y Wilhelm arguyeron que sus claras posiciones anti-rusas podrían afectar el buen desarrollo del viaje.

Wilhelm hacia 1885.
© Royal Collection. 

La visita fue un triunfo y Wilhelm siguió actuando durante los siguientes años como interlocutor directo con el zar, cosa que provocó una creciente tensión con su padre, al considerar que su hijo estaba usurpando una de las funciones más sagradas de un futuro emperador, el trato con otros soberanos.

La exitosa visita a la corte rusa también conllevó que Wilhelm ingenuamente creyera a lo largo de todo su reinado, que la “diplomacia dinástica” podía solucionar cualquier problema entre estados.

Cuatro generaciones: la emperatriz Augusta y el káiser Wilhelm I, el príncipe Heinrich y su prometida Irene de Hesse dándole la mano, detrás Friedrich y Vicky y, en el extremo derecho, Wilhelm, Dona y sus hijos.

JUBILEO

El príncipe Friedrich siempre había sido un hombre propenso a los resfriados y problemas de garganta, pero en mayo de 1887, tras un largo catarro y afonía, los médicos de la corte diagnosticaron un cáncer de laringe. Se consideró que la mejor opción sería realizar, pese a los riesgos que podía conllevar, una laringotomía. La princesa Vicky buscó una segunda opinión de médicos británicos y, tras una biopsia, el doctor Morell Mackenzie determinó que el tumor era benigno y que lo que necesitaba en príncipe heredero era un cambio de aires.

A pesar del optimista diagnostico de Mackenzie, el anuncio oficial de que el príncipe estaba enfermo (sin decir de qué) causó, entre los alemanes, serias dudas sobre su capacidad para ascender al trono imperial en un futuro no muy lejano. Con cierta falta de tacto, Wilhelm se ofreció entonces a substituir a su padre como representante del káiser en el Jubileo de la Reina Victoria en junio de ese mismo año. Vicky montó en cólera e incluso la reina Victoria amenazó con no invitar a su nieto al evento.

Aunque Wilhelm había sido imprudente con este ofrecimiento, seguramente pensara que el extenuante viaje y el aire no muy limpio de Londres poco harían para mejorar la salud de su padre. Vicky, sin embargo, creyó firmemente que su hijo había querido aprovechar la enfermedad de su padre para usurpar sus funciones. Esta obsesión la perseguiría constantemente a lo largo de los siguientes meses.

La aparición del príncipe heredero Friedrich en el jubileo, vestido con el uniforme blanco y la reluciente coraza del regimiento de los Coraceros de la Guardia Imperial fue un auténtico éxito y la prensa británica se deshizo en elogios hacia yerno de la reina Victoria.

VILLA ZIRIO

De vuelta a Berlín, el doctor Mackenzie, que por entonces se había convertido en confidente de Vicky, siguió recomendando un cambio de aires. Friedrich y Vicky pasaron el verano primero en la isla de Wight y luego con la reina Victoria en Balmoral, Escocia. En otoño se trasladaron al Tirol con sus tres hijas más jóvenes (y próximas) y en noviembre se instalaron en San Remo, donde alquilaron una casa llamada Villa Zirio.

La Villa Zirio en San Remo, Italia.
Tras meses de tratamiento, Mackenzie tuvo que reconocer que el tumor era maligno y además, que ahora ya era seguramente inoperable. Con angustia y frustración, Vicky empezó a vislumbrar como el ansiado momento de ascender al trono y vengarse de Bismarck y del “partido ruso” podía no llegar jamás. Cuidando de su marido, que ya había perdido la capacidad de hablar, Vicky pasó varios meses enclaustrada en la Villa Zirio de San Remo.

En noviembre, el príncipe Wilhelm viajó a San Remo para visitar a su padre. También tenía instrucciones expresas de su abuelo, el káiser, de averiguar el estado de salud exacto de Friedrich. Nada más llegar, Wilhelm reunió a los médicos que lo atendían para que le informaran de cómo estaba y quedó devastado por el diagnóstico. Su madre, Vicky, se enfureció al saber que su hijo había hablado con los médicos a sus espaldas y prohibió que padre e hijo pudieran verse a solas, para disgusto de Wilhelm, que veía como a diario periodistas extranjeros eran recibidos en audiencia por el enfermo. Las cartas que el hijo enviaba al padre eran también con frecuencia interceptadas por Vicky.

En medio de todo este ambiente de paranoia y suspicacia, no es de extrañar, que a lo largo de estos meses de enfermedad, a parte de la salud de Friedrich, también hubiera otra cosa en constante deterioro: la relación con su hijo. Si el trato entre padre e hijo ya había vivido su primer encontronazo a raíz del viaje a Rusia años antes, ahora, tras meses de encierro en Villa Zirio, Friedrich veía con disgusto y desconfianza las constantes, y lógicas, opiniones de Wilhelm sobre cuál sería el mejor tratamiento a seguir.

Impotente en San Remo, Wilhelm volvió a Berlín e informó a su abuelo el emperador sobre el estado de salud de su padre. El boletín oficial de la corte finalmente publicó que el príncipe heredero Friedrich padecía un cáncer incurable. Todo el mundo se empezó a preguntar si el príncipe llegaría a suceder a su anciano padre el emperador.

Friedrich, su familia y su séquito en la Villa Zirio. Vicky aparece a la derecha de Friedrich, en la escaleras están sus hijas favoritas: Viktoria "Moretta", Sophia "Sossy" y Margarethe "Mossy". Arriba de la escalera está Heinrich vestido claro. Nótese la ausencia de Wilhelm.
© Royal Collection. 

También Wilhelm I, consternado y preocupado, empezó a entender que sería mejor preparar a su nieto para el gobierno nombrándolo Stellvertreter des Kaisers (Suplente del Emperador). Para Vicky, ésta fue la prueba definitiva que mostraba la mala fe de su hijo y sus ansias de poder. Tampoco la prensa alemana contribuía al entendimiento, llegando a publicar la falsa noticia que Wilhelm había obligado a su padre a renunciar al trono antes de volver a la capital.

Recluida en Villa Zirio y siguiendo los consejos de Mackenzie y otros confidentes, Vicky era incapaz de ver la gravedad de la situación y seguía creyendo que su marido podía recuperarse y llegar a ser emperador. Fue la propia reina Victoria la que tuvo que advertir a su hija sobre su obcecación y recomendarle que escuchara otras opiniones además de la de Mackenzie.

Finalmente, siguiendo los consejos de su madre, Vicky permitió que los médicos de la corte realizaran una traqueotomía a su marido, a causa de la cual perdió la facultad de hablar. Los médicos arguyeron que la operación le daría varios meses de vida a Friedrich, pero que difícilmente viviría más de un año.

A principios de marzo de 1888, mientras se recuperaba de la operación, llegó un telegrama urgente desde Berlín, el káiser se encontraba gravemente enfermo. Friedrich y Vicky se prepararon para partir de inmediato, pero la mañana del 9 de marzo, otro telegrama anunció que Wilhelm I había fallecido.

El cortejo fúnebre del emperador Wilhelm I saliendo de la catedral de Berlín (detrás).

MENTIRAS

Friedrich acababa de ascender al trono como Friedrich III, segundo emperador de la Alemania unificada. El tren imperial cruzó Europa a toda prisa para llegar a Berlín lo antes posible pues, según Vicky, su ausencia de la capital era un riesgo. Con las prisas, el nuevo emperador cometió algún desliz, como, por ejemplo, pasar de largo Múnich mientras toda la familia real bávara le esperaba en la estación para felicitarle por su ascensión.

Cuando el tren imperial llegó a Berlín, la mañana del 11 de marzo, la nueva pareja imperial fue recibida por los miembros más allegados de la familia, pero el aparente servilismo y simpatía entre Wilhelm y sus padres era solo un ejemplo de lo gélida que era su relación.

El emperador Friedrich III de Alemania.

La nueva pareja imperial decidió instalarse en Charlottenburg, lejos del bullicio y de las miradas indiscretas. Allí, Wilhelm visitó a su madre para preguntarle porque en los últimos meses se había mostrado tan fría y furiosa. Su madre respondió que Wilhelm había hecho todo lo posible por usurpar el poder a su padre y por obligarle a renunciar al trono. Wilhelm se defendió afirmando que no era cierto, que su madre había malinterpretado sus intenciones a lo que ella respondió que eso era otra mentira pero que “qué más da una mentira más o una menos, cuando alguien es capaz de llevar su ingratitud tan lejos”.

A medida que pasaban los días y el nuevo emperador tenía que hacer frente a los distintos compromisos oficiales, crecía la indignación al ver como Vicky y Mackenzie habían maquillado su verdadero estado de salud. A sus 57 años, Friedrich III, que siempre había sido alto y robusto, era ahora como un hombre cansado y profundamente envejecido. Peor aún, era incapaz de pronunciar una sola palabra, algo indispensable para un soberano. La propia Vicky fue poco a poco dándose cuenta de la grave situación de su marido y de lo poco que duraría su reinado “somos sombras pasajeras que esperan a ser substituidas por otra realidad en forma de Wilhelm”.

LA MUERTE DE UN EMPERADOR

El ansiado y temido cambio de gobierno que debía producirse si Vicky y Friedrich llegaban al trono jamás llegó a producirse, él estaba demasiado débil y ella demasiado aislada. Su único caballo de batalla fue intentar concretar (por segunda vez) la boda entre su hija Moretta con el príncipe Alexander de Battenberg, persona non grata para los rusos después de haber sido brevemente príncipe de Bulgaria. A pesar del énfasis que los nuevos emperadores pusieron en el asunto, tanto Bismarck como la propia reina Victoria lo desaconsejaron, y la boda no llegó a celebrarse. Si que se produjo, no obstante, la boda, el 24 de mayo, entre su hijo Heinrich y la princesa Irene de Hesse. Fue la última festividad a la que asistió el emperador.

Boda entre el príncipe Heinrich y la princesa Irene de Hesse en el castillo de Charlottenburg.
Vicky y Friedrich aparecen sentados a la izquierda, Wilhelm y Dona de pie a la derecha.

En abril, Friedrich III estaba tan débil que ya no podía ni andar. Pidió ser trasladado al Neues Palais de Potsdam, en donde había pasado casi todos los veranos con su familia desde el nacimiento de Wilhelm.

Friedrich III, segundo emperador de Alemania, murió a las once y media de la mañana del 15 de junio de 1888. Había reinado solo 99 días.

La cámara mortuoria de Friedrich III en el Neues Palais de Potsdam.
© Frank Burchert.

SIN TECHO

La situación vivida tras la muerte de Friedrich III fue uno de los momentos más agrios de la relación entre Wilhelm y su madre Vicky.

Nada más ascender al trono, el ahora Wilhelm II, ordenó que un regimiento de la guardia rodeara el Neues Palais e impidiera a todo el mundo salir o entrar. Asimismo dio instrucciones para que se buscaran documentos secretos y comprometedores en los aposentos de sus padres.

Vicky, que acababa de perder a su marido, vivió esos instantes como una auténtica agresión, y nunca se cansaría de recordar lo insensible que fue su hijo. Wilhelm, por su parte, dijo que tal acción estuvo motivada por los rumores que corrían que Vicky había o tenía la intención de enviar documentos ultra-secretos a Reino Unido.

Tras una hora de encierro y registro, los soldados se retiraron y la emperatriz viuda pudo velar a su marido en calma. No se encontraron papeles comprometedores en el palacio. Sin embargo, semanas después, la reina Victoria devolvió a Berlín unas cajas selladas que Vicky le había enviado y que habían estado meses guardadas en Windsor. Nunca se supo exactamente que contenían.

La segunda confrontación entre madre e hijo vino cuando los médicos de la corte solicitaron hacer una autopsia al difunto emperador. Wilhelm dudó, ya que su padre se había mostrado en contra de ello en su testamento. No obstante, los médicos arguyeron que al haber muerto el emperador después de una larga enfermedad y con varios tratamientos médicos, era necesario practicar una autopsia. Wilhelm accedió. Nuevamente su madre lo consideró una afrenta.

En octubre, Wilhelm II le sugirió a su madre que abandonara el Neues Palais, que debía convertirse en la nueva residencia del emperador en Potsdam. Como contrapartida, el nuevo emperador le ofreció a su madre la posibilidad de escoger entre otros cinco palacios, entre ellos el coqueto Sanssouci. Vicky escribió a sus familiares que su hijo la había echado de casa y que ahora era una “sin techo”. Años después, Vicky se construiría un monumental castillo cerca de Frankfurt, lejos de su hijo.

Lejos de Berlín pero no fuera de Alemania.
El monumental retiro de Vicky, el castillo de Friedrichshof (literalmente "El castillo de Friedrich").

El castillo también incluía su propio memorial al difunto emperador.


TIMONEL

Una de las primeras decisiones políticas del nuevo káiser Wilhelm II fue la destitución del hombre que había guiado Alemania antes, durante y después de su unificación: Bismarck.

El conflicto entre el emperador y su canciller vino a causa de la huelga de trabajadores en el Ruhr a finales de 1889. Bismarck aspiraba a dejar que las cosas se caldearan lo suficiente para, así, poder aprobar sin ningún problema en el Reichstag nuevas y duras leyes anti-socialistas. Wilhelm II, sin embargo, aspiraba a llegar a un acuerdo con los huelguistas e utilizó toda su influencia para forzar al Estado a que atendiera las demandas de los trabajadores de mayores sueldos y límite de horas.

El emperador Wilhelm II y el canciller Bismarck en la residencia de este último, Friedrichsruh. Circa 1888.

A lo largo de varias semanas se produjo un tira y afloja entre ambos. En el fondo, más allá de los deseos de Wilhelm II de ejercer personalmente el poder que le confería la Constitución (algo que a su abuelo nunca le había interesado) el conflicto también venía dado por la forma de ejercer la política de ambos. Bismarck era de la vieja escuela, para él la política eran largas negociaciones, burocracia y un constante y hábil maquiavelismo. Wilhelm, por su parte, era un hombre de su tiempo, preocupado por la popularidad y por los gestos, y más dado a una política grandilocuente a base grandes soluciones para problemas concretos.

Solo tardíamente el anciano canciller se dio cuenta que su puesto dependía enteramente (según la Constitución) del favor del emperador. En un vano intento por asegurar su cargo, Bismarck visitó a su archi-enemiga, la emperatriz viuda Vicky, para pedirle que intercediera por él ante el emperador. Ésta se limitó a decir que gracias a sus intrigas ella había perdido toda influencia sobre su hijo. No sería del todo cierto, pues a lo largo de la infancia y juventud de Wilhelm, tanto Bismarck como Vicky demostraron ser igual de intrigantes y obcecados.

Después de una acalorada discusión sobre los poderes y las competencias del canciller, Bismarck presentó su dimisión el 18 de marzo de 1890. Empezaba entonces aquellos que algunos historiadores llamarían, quizás exageradamente, “el reinado personal” de Wilhelm II.

INFANCIA

En sus memorias, más allá de los terribles y estrafalarios tratamientos médicos, Wilhelm recordaba con nostalgia varios momentos felices de su infancia, como cuando él y sus hermanos pasaban las tardes jugando y leyendo con su madre en el salón-puente de su palacio, mientras veían los transeúntes pasar por debajo. O los momentos pasados con su padre, ojeando los libros de historia y sus ilustraciones, paseando por los jardines o remando en los lagos de Potsdam.

Friedrich y Vicky con sus hijos, en 1874.
© Royal Collection. 

No puede decirse, por lo tanto, que la infancia de Wilhelm fuera dramática, gótica u oscura. Estuvo plagada de momentos tristes, eso sí, seguramente como la infancia de cualquier persona que sufre una discapacidad. Ya de joven y adulto, fueron la política y las intrigas cortesanas las que intoxicaron la relación entre Wilhelm y sus padres, nada que no ocurriera con frecuencia con muchas otras familias reinantes a lo largo de los siglos.

Con asiduidad se dice que Wilhelm fue una “criatura de Bismarck”, pero se ignora que muchas de sus virtudes, como su inteligencia, su buena memoria, su fascinación por la tecnología, su capacidad para conectar con la gente humilde o su afición por los viajes y la arqueología fueron consecuencia de la educación recibida durante su infancia y supervisada por sus padres.

A lo largo de su vida, Vicky escribió innumerables cartas, publicadas más tarde, quejándose de su hijo, de su actitud y del trato que recibía ella. Con el tiempo, el contenido de dichas cartas pasó de ser una opinión subjetiva a una verdad indiscutible. Pocos historiadores cuestionaron la veracidad de aquello que Vicky escribía, construyéndose, por lo tanto, una monstruosa imagen de su hijo que sería extremadamente útil en la propaganda anti-alemana durante la Primera Guerra Mundial.

Vicky se quejó amargamente del carácter de su hijo, de su arrogancia, de su ambición, de su incapacidad para escuchar a los demás, de su ímpetu, etc, pero estos fueron defectos que también la definían a ella. Finalmente, en muchos aspectos, su hijo se le parecía más de lo que jamás reconoció.